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Al leer noticias y comentarios de los lectores o las redes sociales, se percibe una alarmante violencia y, por si fuera poco, adicción a ella. Ya sea que se hable sobre economía, política, salud o deporte, las opiniones carecen de argumentos sólidos. No se recurre al diálogo de altura, sino al descarte, al lenguaje soez, la amenaza o el ultraje.
Hace tan solo unos cuantos quinquenios, disponíamos de poquísimos espacios para el intercambio abierto y el debate democrático, pero había puntos de encuentro. Hoy, en los medios de comunicación tradicionales y digitales, así como en las redes sociales, gozamos de ilimitados canales de expresión, bienaventuranza ausente en otros países.
En la torre de Babel que hemos levantado, la regla no parece ser la búsqueda de la concordia, el balance, el acuerdo, las áreas de cercanía o coincidencia. Una suerte de egocentrismo sustenta las ideas de cada quien, defendidas a troche y moche sin aceptar los puntos válidos de la opinión de los otros.
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Que el equipo contrario también tiene jugadores mejores que los nuestros, que el mercado promueve el eficiente uso de los recursos, el empleo, la justicia social y la riqueza, y que necesitamos un Estado con posibilidades reales de ser garante de nuestra institucionalidad, son aspectos en los cuales nadie tiene la verdad, pero todos poseen un pedazo de razón.
El diálogo, para que sea fructífero, depende de la franqueza y el respeto, pero principalmente de la humildad para reconocer el parecer ajeno. Por el contrario, la intolerancia, los ataques «ad hominem», la intransigencia y el discurso del odio se convierten en una seria amenaza para nuestra convivencia social.
Si esta mezcla de odio y agresividad se reproduce también en las relaciones familiares, explicaría las recurrentes muestras de violencia que nos inundan a diario en las noticias.
El bicentenario ha sido propicio para rememorar el proceso de construcción filosófica del país, y nos ha inflamado el pecho de civismo; sin embargo, ha carecido de espacios para la reflexión, para el necesario autoexamen de la conducta social.
En el plano de las responsabilidades individuales, corresponde a cada uno, en la convivencia familiar o en el ejercicio patriótico diario, decidir si seguimos moviendo nuestras manos con odio o paz.
El autor es economista.