Me pregunto cuál es la razón que tiene nuestro presidente para no poner orden en el Estado y nos solicita más impuestos para financiarlo. Le atribuyo buenas intenciones, y supongo que piensa que dotándolo de más recursos contribuye a evitar la pobreza y logrará mayor distribución de la riqueza. Pero se equivoca.
Su defensa a capa y espada del Estado y su demanda de mayores recursos para financiarlo no conducen al fin esperado. El modelo de Estado que tenemos no proporciona eficiente y eficazmente los servicios requeridos para producir riqueza, y mucho menos para distribuirla correctamente.
Como muestra, algunos botones: la calidad de la educación pública, la oposición de los sindicatos a la educación dual, la ineficiencia del CNP, que otrora promovió con fuerza la inserción de los pequeños agricultores al mercado nacional y mundial, la inseguridad ciudadana, el crimen organizado, la violencia, la desigualdad, los abusos en los salarios públicos, la carencia de infraestructura productiva, los créditos no ejecutados, la necesidad de dotar de agua a algunos cantones.
El presidente no parece percatarse de que ya quedó atrás aquel momento en que era preciso defender al Estado frente a las amenazas neoliberales que afirmaban no necesitarlo, porque el mercado solito se encargaría de promover la creación de riqueza y su distribución.
La experiencia ha demostrado que la empresa privada sin regulaciones adecuadas concentra la riqueza y desestabiliza la sociedad.
Pero, igualmente, la historia ha demostrado que el Estado empresario, todopoderoso y omnipotente, es nocivo para el desarrollo social. Los modelos políticos que han trasladado los medios de producción al Estado, o los han regulado excesivamente, fracasan porque los funcionarios se apoderan de la riqueza y se convierten en fines en sí mismos, ignorando por completo el propósito original del Estado, que es precisamente el bienestar del pueblo y no la riqueza de los funcionarios públicos.
Hoy casi todos sabemos que es preciso contar con un Estado eficiente, eficaz, moderno, probo, para estimular la producción y lograr la distribución de la riqueza. Pero no parece percatarse el presidente de que el Estado no requiere más dinero, sino más idoneidad, más coordinación, menos redundancia, menos corrupción, más funcionarios sabios y honestos, más modernización, mayor esfuerzo en áreas hoy casi olvidadas.
Es evidente que la posición que el presidente sostiene genera desestabilización social y promueve la confrontación social porque se empeña en presentar como real y estructural una contradicción entre el Estado y la empresa privada, cuando en realidad se trata de un falso dilema, promovido por aquellos que creen en el todopoderoso Estado.
Tanto la creación de riqueza privada como las oportunidades y la distribución equitativa, requieren de un Estado que preste los servicios públicos esenciales, directa o indirectamente (regulación y concesión) y con calidad, eficiencia y eficacia. Pero un Estado desordenado, dispendioso, abusivo, lento e inatinente no lo hace.
Precisamos urgentemente una reforma del Estado para que este promueva la producción y la incorporación de todos al proceso productivo. La riqueza que tal incorporación produciría sería suficiente para financiar al Estado, instaurando así un círculo virtuoso en el que no habría ni déficit, ni carencia de servicios, ni corrupción, ni resentimiento social.
Este círculo virtuoso está a la mano: basta con definir el rumbo del desarrollo, enfatizando las oportunidades que nuestras ventajas comparativas nos proporcionan en los mercados internacionales; basta con definir claramente, y sin politiquería, los servicios públicos que el Estado debe prestar con eficiencia y eficacia, sin corrupción alguna.
El Estado, así definido, promovería un empresariado creciente, de pequeños, medianos y grandes productores, cumplidor y responsable, que financiaría con sus impuestos al Estado necesario.
No podemos menos que pensar que nuestro presidente no quiere resolver los problemas de fondo y prefiere “patear la bola” al solicitar más recursos fiscales para el Estado, sin poner orden, para no comprarse el pleito con los funcionarios públicos. Y esta actitud dirige al país al caos económico. Veámonos en el espejo de Venezuela.
Creímos que eligiendo a Luis Guillermo Solís lograríamos el cambio necesario, pero ese cambio no se vislumbra. ¿Qué pasó con el presidente? ¿No lo conocíamos realmente? ¿Y qué haremos?
Esperaremos las próximas elecciones para elegir a otro presidente que conozca y quiera poner a funcionar el aparato estatal para que estimule la riqueza y promueva su distribución como lo exige nuestra Constitución Política. Y mientras eso ocurre, tratemos de que nuestro presidente y la Asamblea Legislativa no se sigan equivocando en perjuicio de la sociedad entera.
La autora es filósofa.