Cambia, todo cambia

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

La gente de la tercera edad conocimos una Costa Rica bucólica y tranquila. La Revolución del 48 nos impactó profundamente, no solo porque nos escondíamos debajo de la cama cuando oíamos balas, sino porque oímos hablar de derechos, legalidad, justicia y democracia que nos marcaron para el resto de la vida.

Todos nos conocíamos y patinábamos en las calles con los patines de alguno de los del grupo y andábamos en las bicis también de todos o de cualquiera; íbamos a las escuelas y a los colegios públicos en los que nos encontrábamos con los vecinos y los lejanos, pero compartíamos tanto útiles cuanto meriendas.

En la escuela donde las maestras de primaria eran las mismas durante los primeros seis años y eran como nuestra segunda mamá, recibíamos las vacunas; las calles –pocas por cierto– eran seguras; las viejitas nos cuidaban desde la ventana con visillos transparentes mientras disfrutábamos de nuestras vacaciones en la calle sin peligros.

Nuestra adolescencia no tubo grandes retos porque no había drogas disponibles, ni viejos malos. Leímos a más no poder, ese era nuestro pasatiempo favorito, y hablábamos de tales lecturas también en las aceras con nuestros amigos.

Los domingos, al cine y a La Garza. Aprendimos a nadar en las pozas cristalinas de los ríos o en Ojo de Agua. ¡Esa Costa Rica no volverá! Como tampoco volverán las oscuras golondrinas de Becquer, cuyos peomas recitamos al ritmo de nuestros amores primeros, ni tampoco volverán los churumbeles, ni el mambo, ni los tocadiscos, ni Los Panchos.

Cambios. Vino la universidad, las trasnochadas de estudio, más libros, los periódicos, más calles, más carros. Menos pozas porque era peligroso bañarse en algunas. Repentinamente me percaté de que nuestros chiquitos no podían repetir nuestra infancia con sus amigos en la calle, porque era peligroso.

¿Peligroso? Gente que ya no conocíamos. Carros que no permitían compartir las calles con los peatones. Elvis, Los Beatles, más universidad, más gente, la droga. Los ríos totalmente contaminados. Las calles totalmente sucias. El aire de la ciudad perdió su transparencia y con ella la alegría.

Apareció la computadora que nos solucionaba tanto esfuerzo y nos comunicaba fácilmente. Pero con ella, más carreras.

Hoy, incorporados plenamente al tráfago del trabajo, las calles congestionadas, la delincuencia, la falta de cortesía, el irrespeto, la basura, el desarrollo irracional e insostenible, nos lamentamos de no haber hecho los cambios necesarios para adoptar las innovaciones tecnológicas y el crecimiento poblacional a la vida con calidad.

El tiempo no se detiene y vendrán otras golondrinas, indudablemente.

Tecnología. Contamos con conocimientos tecnológicos suficientes. Podemos buscar medios de trabajo, de estudio, medios para no contaminar nuestras ciudades y así convertirlas en centros de cultura –algunas ciudades en Europa lo han hecho– de respeto, de disfrute.

Podemos construir transporte eficiente y limpio. Debemos percatarnos plenamente de que tenemos que adaptarnos a la explosión demográfica y a la tecnología, conservando siempre nuestra humanidad. La mía, la nuestra, la de todos, como dice una estimable periodista.

El mundo no lo hizo Dios para algunos de nosotros, sino para todos, y eso lo tenemos que interiorizar. La inteligencia nos la dio a todos, no solo a los que tuvimos oportunidades de ejercitarla tempranamente. Debemos cuidar la salud de todos, el conocimiento para todos, el trabajo para todos.

Hoy, la Tierra es una aldea global, conectada por Internet, Google y la tecnología solar que nos permiten vivir como propias las tragedias y las delicias de los demás.

Es preciso que dejemos de lado nuestras añoranzas por las golondrinas que se fueron y abramos nuestros corazones, nuestra inteligencia y nuestro amor a la vida, la nuestra y la de todos los demás. Ese es el cambio que aún no hacemos, pero que si no lo aceptamos alegremente, regresaremos a la dialéctica hegeliana de tesis-antítesis-síntesis: paz, guerra y confrontaciones que tanto nos han golpeado a los seres humanos. Tiempo de síntesis inteligente es la señal de nuestra época.

La autora es filósofa.