Me habría gustado poner en alemán (“Fremdwort”) la expresión entrecomillada, como me la enseñó una nacida en Alemania hace medio siglo. Cuenta que su país resucitó de las cenizas, pero la gente anda como con viseras. Ya ni rastro de la “pregunta por la culpa” (“Schuldfrage”) que obsesionaba en la inmediata posguerra: “Cómo fueron/fuimos capaces de llevar al mundo al desastre de otra guerra”. Y en el partido de Ángela (dama de hierro, pero con guantes de seda) el nombre “demócrata cristiano”…, este adjetivo resulta mera etiqueta.
Cuenta mi interlocutora que ahora allá viven muy preocupados de sí mismos: ¿el vecino, el prójimo? Si lo vi, no me acuerdo. Recientemente sacaron el cadáver de un viejito de una casa cercana. Es que ya olía, usted sabe… Algo parecido acaba de pasar en Francia, en un hospital nada menos: salió por la tele.
Digo yo: aquí, lo mismo. Todo lo centramos en el yo, el yo y después… ya sabe: al estilo de quítate tú, que me pongo yo. El otro es el extraño, ajeno, estorbo. Pues no. Intentémoslo al revés. Con ánimo miremos hacia adelante: que el amor humano sea tangible, no una palabra extraña.
Hace cinco siglos lo señaló Montaigne: “Vivimos bajo un mismo cielo”.