El maniqueísmo es una religión fundada por el persa Mani, o también llamado Manes, quien decía de sí ser el último de los profetas enviados a la humanidad. Esta fe se concibe a sí misma como la definitiva, y pretende invalidar a las demás, algo así como “nosotros somos los buenos y ustedes los malos, no hay alguien más que tenga la razón y no hay nada que se pueda hacer para revertirlo. Somos los absolutos dueños de la verdad, no existe punto medio o siquiera un espacio para negociar porque nuestra fe es la única y verdadera”.
Algo similar hacían los nazis y los soviéticos: ustedes –los judeobolcheviques, en el caso nazi, y los trotskistas, en el caso soviético– son los enemigos y conspiradores de la humanidad, deben ser eliminados por nosotros los que nos vamos a encargar de reestructurar el mundo.
Una vez más el discurso de los buenos contra los malos, aunque en este caso con fines distintos, evidencia que no existe el punto medio cuando de tomar medidas extremas se trata.
Distintos bandos. Desde que Luis Guillermo Solís asumió la presidencia de la República en mayo del 2014, el discurso sobre el presupuesto, los impuestos y el déficit fiscal ha ido creciendo como espuma. Se señalan diversos culpables desde los distintos “bandos” que defienden cada uno sus propios intereses. Los evasores, los capitalistas, los sindicatos, los neoliberales, los empleados públicos, los empresarios y un largo etcétera de imputados están sentados en el banco de acusados, pero todos se niegan a asumir su cuota de responsabilidad y no se dejan de señalar.
Los puntos que se proponen nos dan una idea de lo extrapolarizada que se encuentra la situación: el gobierno quiere más impuestos; los sindicatos, protección blindada e intocable de los componentes salariales; los empresarios, ni la una ni la otra; y la Asamblea Legislativa, la aprobación por la vía rápida de la ley de empleo público sin agotar el diálogo.
Esta situación solo ha producido que el camino al despeñadero fiscal, la recesión y a la quiebra económica del erario sea inminente, y sus consecuencias nefastas. Ya no habrá espacio para huelgas, el diálogo no llegará a ninguna parte, y los impuestos son una lamentable realidad.
El discurso maniqueo que manejan las voces interesadas de cada una de las partes dividen posibles acuerdos nacionales y soluciones fiscales. Este, quizá, sea el momento cuando todos los sectores –sindicatos, funcionarios, empresarios y el Gobierno Central– pongan sus barbas en remojo y asuman los errores de oficio cometidos y se tomen las medidas pertinentes.
Puntos en común. Soy funcionario, profesor desde hace poco más de tres años, afiliado sindical y en condición de interino; he apoyado cada uno de los movimientos que han tenido lugar en los últimos tiempos, el salario que recibo me alcanza para llevar una vida digna, una disminución significaría dejar de pagar deudas asumidas y reducción del consumo, que a la postre perjudicaría la circulación económica y a los mismos empresarios.
No quiere decir que no esté dispuesto a tomar decisiones que a corto, mediano y largo plazo beneficien al colectivo nacional, pero decir que los funcionarios son los culpables del déficit es igual de irresponsable que decir que los empresarios son representantes del “capitalismo salvaje” o del neoliberalismo y que quieren desangrar a Costa Rica y a las instituciones públicas con el único objetivo de enriquecerse.
Cualesquiera de los anteriores discursos es risible, penoso y denota una gran falta de análisis de la realidad nacional. Pensar que estoy del lado bueno y que en la cera del frente estoy peleando contra las “hordas asesinas empresariales”, y así en la acera de enfrente, tan solo afecta el diálogo, en detrimento de futuros acuerdos que se puedan tomar en lo tocante a la coyuntura actual.
Las voces que representan los distintos sectores deben buscar espacios de convergencia, donde las demandas de cada uno encuentren puntos en común para llegar a acuerdos que a la postre nos beneficiarán a todos.
No pretendo ser más papista que el Papa, pero tampoco puedo tapar el sol con un dedo.
El autor es profesor de Estudios Sociales y Cívica.