El ataque alemán a Polonia, el 1.º de setiembre de 1939, marca el inicio de la Segunda Guerra Mundial y el principio de la mayor tragedia de la humanidad que registra la historia. Fuera del campo de batalla, 6 millones de judíos fueron masacrados en forma planificada para borrar su presencia de la faz de la tierra. Tres millones de ellos fueron hacinados, en condiciones infrahumanas, en guetos, mazmorras amuralladas dentro de las ciudades, donde la gente moría por decenas, víctimas del maltrato, las enfermedades, el hambre y las epidemias. Los que lograban sobrevivir a ese martirio eran enviados a los campos de exterminio.
El gueto más grande fue el de Varsovia, con 380.000 judíos, convirtiéndose, para la historia, en el símbolo de dolor y de lucha del pueblo judío.
Para fines de 1942, los alemanes empiezan la evacuación del gueto, indicándoles a los movilizados que serían reubicados en campos de trabajo. Meses después, cuando solo quedaban 60.000 prisioneros, son advertidos de que los campos de trabajo no existen.
Frente a esa realidad, resuelven sublevarse, a sabiendas de que solo 1.000 jóvenes de la resistencia “Shomer Hatzair” estaban en condiciones de luchar frente al poderoso Ejército alemán. Contaban con armas viejas, algunas granadas que habían podido infiltrar en el gueto, más unos pocos explosivos caseros. Habían construido búnkeres conectados por desagües en el interior, pero, sobre todo, tenían la determinación de morir luchando.
La primera orden alemana de evacuar el gueto se produce el 18 de enero del 43. La resistencia judía los sorprende y toma control del gueto. El 19 de abril, los soldados nazis entran quemando casa por casa, pero los guerreros se movilizan a través de los búnkeres y se mantienen luchando hasta el 16 de mayo. Un total de 7.000 cayeron luchando, 6.000 murieron en los búnkeres. Muchos, ya sin recursos para seguir, se suicidaron. Además, 40.000 fueron llevados al campo de exterminio de Treblinka. Únicamente 380 sobrevivieron a la masacre, rescatados por la resistencia polaca.
Donde quedaron los escombros de lo que fuera el gueto de Varsovia, frente al Monumento a los Caídos, este año se inauguró el Museo de la Historia Judía de Polonia, en conmemoración del 70 aniversario de esta gesta heroica, y recordando a los 6 millones de judíos masacrados, junto con otros millones de inocentes, en el holocausto nazi.
Deseosos de unirnos en esta recordación, hijos de sobrevivientes decidimos ir por primera vez a Polonia, donde nuestros ancestros vivieron casi un milenio. Nuestros padres y abuelos no nos motivaron nunca a descubrir esa su patria natal, por la dolorosa historia que dejaron atrás para reconstruir sus vidas lejos del horror, la discriminación y la muerte. El viaje fue un encuentro desgarrador con la historia.
Los judíos, con 1.000 años de tener su hogar natal en Polonia, contribuyeron a organizar la estructura y el progreso económico y cultural de la nación, aun cuando nunca gozaron de plenos derechos de ciudadanos y fueron víctimas de constantes persecuciones y matanzas recurrentes. Para 1939, el 12% de la población polaca era judía, entre la que destacaban científicos, médicos, músicos, escritores.
Desde el primer día de la guerra, la sentencia de muerte para los judíos fue total. Empezaron las persecuciones y linchamientos, se incrementaron los guetos, se realizaron quemas de libros de autores judíos, como símbolo de la purificación alemana y la destrucción del intelecto judío, y se incendiaron cientos de sinagogas, con miles de personas dentro (Varsovia, Cracovia, Bialistok, Lituania, etc.).
Donde otrora hubo campos militares o cárceles, habilitaron “campos de concentración”, para enviar allí, en forma sistemática y masiva, a judíos y a otras minorías (comunistas, homosexuales, gitanos, masones, testigos de Jehová, discapacitados). Se montaron fabricas de exterminio y laboratorios de medicina experimental con humanos, especialmente mujeres y niños, con diabólica eficiencia y orden.
Primero usaron la técnica del fusilamiento, a veces masacres frente a fosas comunes, linchamientos y experimentos para esterilizar mujeres (solo en el Campo de Ashwicz, en 1943, diez sicarios dirigidos por el Dr. Clauberg, orgullosos de su eficiencia, esterilizaban a 1.000 mujeres cada día). Pero el proceso resultó demasiado lento para eliminar tantos millones, por lo que se inventó la “solución final”, que funcionó desde 1941 hasta 1945.
Para ello, se instalaron en cada uno de los siete campos de exterminio, seis de los cuales se ubicaban en Polonia, cámaras de gas con capacidad para eliminar, en un solo “duchazo” de gas ciclón B saturado con cianuro de hidrogeno, a 6.000 personas diarias . Cuando el último de los gaseados había caído (tarea de revisión que realizaba el encargado a través de una pequeña ventanilla), luego de cortarles el pelo y quitarles hasta las calzas dentales de oro (“para no perder nada de valor”) los pasaban a los hornos crematorios y, por último, a fosas gigantes de cenizas, contiguas a los hornos, tarea que encargaban a algunos de los prisioneros más fuertes. Cuando los hornos no daban abasto, cremaban a las víctimas al aire libre, muy cerca de las salas de casino, té y conciertos de los soldados de la SS, donde encendían chimeneas que diluyeran el olor a carne humana del exterior.
El mundo libre lo sabía. No aceptaron siquiera bombardear los rieles ferroviarios para impedir el paso de los trenes que llegaban sin descanso a los campos de exterminio. ¡No! El mundo libre guardó silencio. La vergüenza colectiva vino después.
En esta guerra murieron entre 50 y 60 millones de personas: 40 millones en campos de batalla y 6 millones de victimas inocentes, masacradas en fábricas de exterminio masivo.
Al iniciar la guerra había en Polonia 4 millones de judíos. Al terminar, no quedaban 50.000. Cuando los pocos sobrevivientes regresaron a sus casas, ya no les pertenecían. Salieron de su patria, después de 1.000 años, en absoluta orfandad. Les habían quitado todo: sus seres queridos, sus pertenencias, su dignidad.
Frente a los hornos crematorios que visitamos, vestigios de fosas comunes de nuestros seres queridos, rezamos. No estábamos solos. Cientos de personas, todos vinculados a algunas de las victimas, nos acompañaban. Banderas ondeaban alrededor. Muchas eran de Israel, otras de nuestras distintas nacionalidades, entrelazadas en un grito por la dignidad humana, por los idos sin más nombre que el que guardan nuestros corazones, para que la humanidad no olvide lo que ahí paso, ¡para que no se repita jamás!