Un caso revelador

Las conclusiones del juez británico Robert Owen sobre la muerte del disidente Alexander Litvinenko ensombrecen las relaciones con Moscú

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El homicidio del exagente de la antigua KGB Alexander Litvinenko, en Londres, el 23 de noviembre del 2006, generó dudas que no permitían respuesta fácil. Las circunstancias de su asesinato, atribuido a la ingestión de altas dosis del isótopo radioactivo polonio 210, todavía hoy apuntan directamente al gobernante ruso Vladimir Putin.

Precisamente por ese entorno de sombras, la viuda de Litvinenko insistió en una investigación oficial, a la postre presidida por Robert Owen, alto juez ya retirado. El procedimiento fue instado por destacados ciudadanos, además de Marina, la viuda.

La pregunta fundamental era, y sigue siendo, el móvil del homicidio. Alexander Litvinenko, luego de servir en los organismos de inteligencia, se convirtió en un escritor y periodista cuyos constantes cuestionamientos de la corrupción galopante en los servicios de seguridad incomodaban a Putin.

Conocedor de los riesgos de antagonizar con el presidente ruso y también del clima de hostilidad hacia él en el Kremlin, Litvinenko emigró a Londres con su familia en el 2000. Ahí emprendió una lucrativa carrera como experto en materia de seguridad rusa y asesor de empresas interesadas en promover negocios en el sector industrial del país. Además, fue reclutado por el MI6, la inteligencia británica.

En su nueva ubicación, Litvinenko esporádicamente persistió en sus críticas a Putin por diversas causas, incluida la guerra en Chechenia. Uno de los capítulos más delicados de sus cuestionamientos siempre fue la corrupción y el asesinato de periodistas célebres que no simpatizaban con el mandatario ni, desde luego, con sus métodos.

A finales de octubre del 2006, Litvinenko recibió llamadas telefónicas de dos veteranos de los órganos de seguridad moscovitas a quienes conocía. Acordaron reunirse a tomar el té en un lugar céntrico, el 1. º de noviembre del 2006, en horas de la tarde. Litvinenko solo tomó té verde y todo concluyó de manera amable y amistosa.

Esa misma tarde, el exagente de la KGB comenzó a sentirse indispuesto, con síntomas que se acentuaron por la noche, incluidas altas fiebres. Con Marina revisó su agenda de los últimos días, incluida la reunión con los excolegas. No encontraron nada que pudiese explicar su intoxicación. Pronto fue internado en un hospital donde le realizaron una serie exhaustiva de exámenes.

En medio de la desesperada búsqueda, alguien sugirió ampliar la investigación a venenos nucleares y de ahí salió el diagnóstico. Luego, las autoridades revisaron el salón de té y la habitación que ocupó uno de los rusos. En ambos sitios encontraron huellas del isótopo responsable de las dolencias de Litvinenko. Lo más probable era que la poción atómica fuera traída de Moscú por alguno de los dos contertulios y se le suministró a Litvinenko disuelta en el té verde.

La muerte del exiliado ruso, pocos días más tarde, constituye una grave ofensa contra la ley británica y ensombrece el horizonte diplomático. También evidencia los extremos de que es capaz Putin. Todo apunta a que Litvinenko murió en un experimento cuyas huellas los autores no lograron borrar. En Rusia, los periodistas adversos a Putin son finiquitados con balas. Litvinenko, en cambio, probablemente devino en la primera víctima atómica de la ira de Putin. Así lo declaró el veterano juez Robert Owen para quien el mandatario ruso “probablemente aprobó” el homicidio. Luego de su exhaustiva investigación, Owen dice haber hallado fuertes evidencias circunstanciales de la responsabilidad del Estado ruso. Al Reino Unido le será difícil hacer de lado esas conclusiones en su futuro trato con Moscú. Lo mismo es cierto para el resto de Occidente.