La ola de terror que recorre Europa rompió sobre Estambul, importante centro del comercio y las finanzas internacionales en Turquía, la creciente potencia euroasiática. El martes por la noche, tres jóvenes intentaron ingresar al aeropuerto Atatürk por los puestos para atención de viajeros en la acera. Impedidos de entrar, desenfundaron sus armas automáticas, iniciaron una balacera mortal y luego detonaron sus chalecos cargados de dinamita.
El ataque, atribuido al Estado Islámico (EI), causó la muerte de 44 personas, según el recuento más reciente, pero la autoría no ha sido reclamada por el EI, casi siempre ansioso de dar publicidad a su participación en actos terroristas. El silencio se explica por la ambivalencia de Turquía frente a la organización radical.
El gobierno del autoritario presidente Recep Tayyip Erdogan se hizo de la vista gorda mientras su territorio era utilizado por militantes de todo el mundo como vía de tránsito hacia las regiones controladas por el EI en Siria. Al inicio de la guerra en ese país, las fuerzas del EI eran una más de las milicias opuestas al régimen de Bashar al-Asad, cuya caída fue un objetivo de las potencias occidentales. No hubo presiones sobre Erdogan para cerrar sus fronteras e impedir el uso de su territorio como vía de paso, retaguardia y fuente de suministros del incipiente grupo radical.
Cuando se hizo evidente el aumento del poder del EI y la amenaza que implicaba para Occidente, las prioridades cambiaron, pero Turquía se mantuvo impasible. El EI estaba combatiendo contra sus competidores en la lucha para derrocar a Asad y entre ellos están los rebeldes kurdos, enemigos acérrimos de los turcos.
Mientras el EI causaba estragos entre los kurdos, Turquía se eximía de los ataques terroristas de los impulsores del califato islámico, pero las presiones de sus aliados la llevaron a asegurar la frontera y permitir el uso de la base aérea de Incirlik por los aviones estadounidenses asignados a la lucha contra la organización terrorista.
En ese momento, los radicales desataron su furia en territorio turco, siempre sin atribuirse los ataques para no declarar una confrontación directa con un país que les ha servido, por diversas razones, para la movilización. Sangrientos ataques han cobrado decenas de víctimas en la sureña ciudad de Suruç,
en julio del 2015, y en la capital, Ankara, en octubre de ese año. Estambul también ha sufrido dos atentados en zonas turísticas.
Los tres terroristas que perpetraron el ataque del martes procedían de Rusia, Uzbekistán y Kirguistán, como tantos otros que en su momento se movieron por territorio turco sin contratiempos. En la región del Cáucaso hay importantes centros de población permeables al reclutamiento por el EI y constituyen una amenaza directa para Turquía.
El aeropuerto Atatürk fue tan utilizado como punto de ingreso de militantes islámicos que los cuerpos de inteligencia de Estados Unidos y Europa comenzaron a observarlo con atención. El EI incluso recomendó a sus reclutas entrar a Turquía por otras vías. El violento episodio del martes en ese mismo aeropuerto, instalación considerada entre las más seguras del mundo, ya no permite ambigüedades a las autoridades turcas. En Estambul y otras importantes ciudades se elaboran programas de seguridad más complejos y los cuerpos de inteligencia trabajan para enfrentar la amenaza.
Los errores cometidos por las potencias occidentales y por Ankara impidieron sumar de pleno al gobierno turco a los esfuerzos desplegados contra el terrorismo. Desafortunadamente, la enmienda llega después del alto precio pagado en Turquía y otros países.