Talas de árboles en las márgenes de los ríos, furgones sin señales y estacionados en las vías públicas, camiones transportadores de materia inflamable a toda velocidad, emanaciones de humo a cantaradas, piques en las vías públicas urbanas, venta de licor en aceras y calles, salones de baile con ruidos atronadores sin respeto alguno para el vecindario, ventas callejeras, construcciones sin permiso, proliferación de bares y cantinas, lotes baldíos selváticos... Y, ahora, las máquinas de juego.
Una lista interminable de actividades y negocios unidos por un denominador común: incumplimiento de la ley y falta de autoridad en dos direcciones: para prohibir su funcionamiento o para otorgar permisos al margen de las normas vigentes. El binomio de la inobservancia de las leyes y de la falta de autoridad, al que a menudo se suma la impunidad, afecta principalmente la calidad de vida e incita a la desobediencia y a la anarquía.
Informamos, el jueves pasado, que solo en el casino de un hotel en San José agentes del Ministerio de Seguridad Pública decomisaron 104 máquinas tragamonedas. En nuestra edición de hoy se publica que la mayoría de las máquinas electrónicas de juegos en los casinos de los hoteles se encuentran al margen de la ley, sin autorización de la respectiva Gobernación. Hay, además, negocios que, sin ser casinos, han instalado estos aparatos, adonde concurren muchos jóvenes. De acuerdo con un dato preliminar de las autoridades, funcionan más de 150 máquinas de estas, pero solo unas 70 gozan del respectivo permiso. Sin embargo, la mayor parte de las autorizadas también quebrantan la ley, ya que las autoridades han sido en extremo complacientes, pues se trata de juegos de azar, expresamente prohibidos por la Ley de loterías y la Ley de rifas y loterías.
En suma, se plantea el ejercicio de la autoridad, pues si los propietarios o administradores de estos negocios han procedido según su gusto y talante, sin preocuparse por las normas legales, esta es una señal evidente de que no respetan la autoridad y de que esta tampoco se hace respetar. Si, por el contrario, han recurrido a las gobernaciones y estas ha actuado contra legem, el sentido de autoridad se halla desquiciado. Ahora, al cerrarse estos negocios, muchos pierden su empleo, en mengua de sus intereses familiares. La culpa no recae, sin embargo, en los funcionarios observantes de la ley, sino en quienes, desde el principio, la quebrantaron.
El debilitamiento de la autoridad es general, carcome la confianza en las instituciones públicas, afianza la impunidad, fomenta la corrupción y afloja el tejido social. En estas condiciones, cada uno se hace justicia por su propia mano y toma carta de ciudadanía la idea de que la mejor forma de lograr los objetivos propios es el método subterráneo, las vías de hecho o la relación personal con la autoridad. Todo menos el camino trazado, en la sustancia y en el procedimiento, por el Estado de derecho. No hace falta hacer acopio de pruebas para poner de relieve que, en estas circunstancias, se requiere la reforma del Estado, la cual supone, necesariamente, el cumplimiento cabal de las normas legales y el ejercicio pleno de la autoridad, sin temor, sin compadrazgos y sin pitanza. Pero, ¿no es esta la esencia del juramento proferido por los funcionarios públicos al asumir sus funciones?