Al conmemorarse, hoy, 35 años de la caída del dictador Anastasio Somoza Debayle, última encarnación de la dinastía familiar que usurpó el poder en Nicaragua desde 1936, el balance histórico muestra un saldo en extremo negativo. En él se combinan las promesas incumplidas, las esperanzas frustradas, las ilusiones destruidas, la transmutación de los ideales en corrupción y, sobre todo, la lamentable pérdida de una gran oportunidad para que el país evolucionara hacia el objetivo declarado entonces y burlado con los años: forjar una democracia justa, robusta e incluyente, construir instituciones legítimas y transparentes, promover el desarrollo y avanzar hacia el bienestar integral de todos los nicaragüenses.
En estas tres décadas y media, Daniel Ortega ha ocupado el poder por casi 20 años, gracias a una mezcla de variable apoyo popular, clientelismo, pactos espurios con sectores de la oposición, manipulación de las instituciones, arreglos oportunistas con el gran capital, complicidad de jerarcas de la Iglesia católica, debilidad y divisiones entre otros partidos políticos, y un cerco a las organizaciones de la sociedad civil y los medios de comunicación independientes.
Su permanencia en el poder ha sido superior a la de cualquiera de los Somoza, e indica que el sandinismo dejó hace muchos años de ser una fuerza política transformadora, y se convirtió en una maquinaria para llegar al poder y mantenerse en él. Desde ese poder realiza jugosos negocios, cuyos beneficios se quedan en una élite compuesta por los tradicionales dueños del capital nicaragüense y los tradicionales comandantes de una revolución frustrada: una especie de somocismo bis.
Hoy, según datos de entidades internacionales, más del 40% de la población nicaragüense vive bajo la línea de pobreza, el desempleo supera este porcentaje, apenas un 12% tiene acceso a la seguridad social en salud, y el país ocupa el número 129 en el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, por debajo de Honduras y solo mejor que Guatemala y Haití en América Latina.
Se han producido avances marginales en salud pública, extensión en la educación primaria, mejoras en la participación de las mujeres en la vida nacional, políticas de seguridad interna razonablemente exitosas, e incrementos en la inversión extranjera directa en sectores intensivos en mano de obra no calificada. Sin embargo, todos esos pasos, modestos, podrían haber sido avances sustanciales dentro de un marco realmente democrático y transparente. Esta fue la esperanza en 1979, muy pronto burlada, y la ilusión que renació en 1990, tras la elección de la impecable demócrata Violeta Barrios de Chamorro. Tras ella, sin embargo, llegó al poder Arnoldo Alemán, del Partido Constitucionalista Liberal (PCL), que se escindió durante el gobierno de su sucesor, Enrique Bolaños, y abrió paso al funesto “pacto” Alemán-Ortega, que implicó la sumisión de las débiles instituciones a sus intereses personales.
En el 2006, Daniel Ortega ganó la presidencia con apenas el 38% de los votos, y montó el engranaje para perpetuarse en ella. Hoy, gracias a las presiones y manipulaciones institucionales, la Constitución de Nicaragua autoriza la reelección indefinida, en la que está estampado el nombre del comandante. Y, mientras hacia el exterior enarbola una hueca y superada retórica de marxista y defiende un nacionalismo que ha implicado agredir a Costa Rica, hacia el interior practica un capitalismo de componendas personales, con mezclas de proyectos desbordados y quizá irrealizables (“el Gran Canal”, entre ellos), y presiones constantes sobre sus opositores.
“Somoza gobernaba con 80% de represión y 20% de corrupción”, dijo, hace algunos años, Emilio Álvarez Montalván, una de las conciencias más lúcidas de Nicaragua, fallecido el pasado 2 de julio, para agregar: “Ahora los porcentajes se han invertido”.
Los nicaragüenses merecen otra fórmula: honestidad, democracia, transparencia, justicia, progreso económico y social, y buena vecindad. Por esos valores han luchado durante más de un siglo, en ellos descansa su vigor cívico, y de ellos se nutren sus mejores líderes y surge la inspiración de enormes sectores de los ciudadanos. Desgraciadamente, a 35 años de la gran oportunidad, su potencial no ha cuajado. Peor aún, no hay señales de que logre hacerlo ni siquiera a medio plazo.