Veintidós contratos de mantenimiento vial, estimados en ¢120.000 millones, encallaron en los despachos de la Contraloría General de la República. Anulados los contratos, las obras necesarias para preservar 5.000 kilómetros de vías a lo largo de los próximos tres años deben considerarse pospuestas mientras se rectifica el trámite. Con buen viento, el proceso tardará meses que se sumarán a los 18 transcurridos desde el anuncio de la licitación, en enero del 2009.
La severidad del invierno no respeta atrasos burocráticos y se desata sin trámites sobre las vías nacionales, cuyo deterioro se hace evidente. Para paliar el daño, el Ministerio de Obras Públicas y Transportes (MOPT) recurre a contrataciones directas, cuya naturaleza impone serias limitaciones a la inversión.
Es el ejemplo clásico de los incidentes cuya recurrencia inspira las quejas del Poder Ejecutivo sobre la ingobernabilidad del país. Tantos controles, dicen los quejosos, impiden ejecutar proyectos de gran importancia nacional. El caso ejemplifica, con mayor contundencia, la falta de sustento de buena parte de esas quejas. En este caso, como en tantos otros, los vicios nacieron de la gestión del Ejecutivo. Los organismos de control se limitaron a señalarlos y adjudicarles las consecuencias jurídicas inevitables.
El Consejo Nacional de Vialidad (Conavi) declaró privadas las memorias de cálculo utilizadas para fijar los precios del bacheo, desmonte y limpieza de cuentas. En principio, la decisión desnaturaliza el carácter público de los expedientes de contratación. En la práctica, impide a los demás participantes de la licitación comparar ofertas y apelar las decisiones con fiel conocimiento de los hechos.
Cómo ocurrió un desacierto tan obvio es un misterio inexplicable. La práctica de cientos de licitaciones debió bastar para impedirlo, pero no fue así y la Contraloría quedó obligada a anular los contratos. El MOPT alega que la Contraloría cambió las reglas del juego porque en otra oportunidad decidió a favor de mantener confidenciales las memorias de cálculo. El sentido común apunta en la dirección contraria. La transparencia debe ser guía de las actuaciones del Gobierno, sobre todo en materia de contrataciones.
Si la reparación de las vías se retrasa, la responsabilidad no puede ser depositada a las puertas de la pirámide de La Sabana. La responsabilidad le pertenece al MOPT y con más precisión al CONAVI. Este último incurrió en un segundo error, igual de claro: omitió fundamentar los parámetros empleados para determinar si los precios ofrecidos para el trabajo en asfalto son razonables.
De los dos errores, el primero es más preocupante porque trasluce la inclinación hacia un secretismo a todas luces inconveniente para la sana administración pública. Es una actitud recurrente en todos los ámbitos, y los Gobiernos deben establecer directrices claras para erradicarla.
Pero los errores que a la postre dieron al traste con los contratos no fueron los únicos.
De camino entre la publicación de la licitación y la anulación de las adjudicaciones, las autoridades del Conavi se habían visto obligadas a aceptar dos enmiendas al cartel original. La Contraloría aprovechó la última resolución del caso para consignar su preocupación por la tardanza del trámite: “Este órgano contralor conoció seis gestiones de objeción al cartel, lo que evidencia un cartel no maduro desde el inicio de su publicación. Adicionalmente, el Conavi tomó seis meses para realizar la adjudicación de este proceso' Es evidente que el proceso fue excesivamente largo”.
Sin negar la necesidad de ajustes en los mecanismos de control, cuya urgencia es admitida por la propia Contraloría, es preciso reconocer que, en muchas ocasiones, el Poder Ejecutivo se constituye en el peor enemigo de la ejecutividad.