La deuda pública alcanzará el 62% del producto interno bruto en el 2020 si en lugar de resolver el problema del déficit fiscal las autoridades siguen “pateándolo pa’ delante”, para decirlo en lenguaje popular. Hasta ahora ha habido margen para gastar por encima de los ingresos, pero el campo de maniobra se viene reduciendo dramáticamente.
Las calificadoras de riesgo ya no se muestran en disposición de esperar y aunque reconocen avances en algunas variables, rebajan la nota de los bonos gubernamentales por la incapacidad de lograr un ajuste del déficit y el incontrolable crecimiento de la deuda: “…de acuerdo con el modelo cuantitativo y consideraciones cualitativas, Fitch le asignaría una calificación de BBB+, pero el comité de calificación soberana decidió ajustarla hacia abajo más del máximo usual por el pertinaz impasse político y la creciente deuda pública”, dice la justificación de la calificación más reciente.
La consecuencia de la constante degradación de los bonos es un aumento en las tasas de interés dado el aumento del riesgo. Las erogaciones exigidas para atender una deuda cada vez más grande y cara contribuirán a ensanchar el déficit fiscal, que ya no deja espacio en el presupuesto nacional para considerar vitales inversiones públicas. Lejos de invertir, el gobierno comienza a verse obligado a recortar el financiamiento de diversos programas.
En algún momento, el ajuste de gastos será mayor y tocará lo esencial. Marta Cubillo, la tesorera nacional, teme ese escenario en el corto plazo: “No veo a este país llegando a una deuda interna del gobierno central del 62%. El mercado nunca le va a dar esos recursos. Antes vamos a tener una situación de iliquidez”.
Podría caber discusión sobre los plazos, pero el inquietante resultado es inevitable a falta de un ajuste de las finanzas públicas. Nadie lo niega a lo largo del espectro político. Sin embargo, el consenso se rompe cuando toca decidir la proporción de ahorro y la de nuevos ingresos. Para la izquierda, solo existe la posibilidad de aumentar la recaudación. Allí, la capacidad de pago de impuestos se estima casi infinita y la pérdida de competitividad y empleo se considera un mito. En la derecha solo se ve posible el recorte de gastos y se señala las elevadas cargas sociales y tributarias existentes en el país.
La solución equilibrada exige valor para enfrentarse a los extremos y es vulnerable porque sufre asedio desde las dos puntas del espectro. En un Congreso disfuncional como el nuestro, esa oposición suele ser suficiente para descarrilar cualquier iniciativa. En consecuencia, no puede haber ajuste del gasto público ni de los dispendiosos privilegios de la clase burocrática, aunque es evidente que ningún aumento de impuestos será suficiente para financiarlos.
El aumento de la carga impositiva tiene límites fijados por la economía. A su vez, el endeudamiento está llegando a las fronteras fijadas por el mercado. Si el país no resuelve el problema con urgencia, sensatez, equilibrio y sentido de la responsabilidad, la realidad se encargará de solucionarlo con crueldad y sin miramientos. Esa es la traducción a términos llanos de las declaraciones de la tesorera cuando habla de “una situación de iliquidez”.
Recientemente, el gobierno tuvo margen de negociar un canje de deuda, es decir, el pago de bonos con títulos a más largo plazo. Así se patea la bola hacia adelante. En el 2018, los vencimientos de bonos se duplicarán y a partir de ahí la gestión será cada vez más difícil. Claro está, los políticos habrán logrado el triste objetivo de la mayoría de nuestros gobiernos, con contadas excepciones: dejarle el problema a la próxima administración.