Durante sus cuatro años como presidente, Jair Bolsonaro redujo de manera significativa la actividad internacional de Brasil. En parte fue por una visión estrecha sobre la importancia de la política exterior; en parte, también, porque sus decisiones internas, en particular el desdén por la conservación de la Amazonia, lo convirtieron, con razón, en un virtual paria ante muchos otros gobiernos. Por esto, la llegada al poder, el 1.° de enero, de Luiz Inácio Lula da Silva generó fundadas esperanzas sobre lo que él mismo llamó el “regreso” brasileño a la escena mundial.
Ese retorno, en efecto, se produjo. Sin embargo, lejos de seguir una ruta clara y estrategias bien pensadas, ha conducido a una serie de iniciativas erráticas, declaraciones imprudentes y ofensivas, y un abordaje del mundo más anclado en visiones y atavismos ideológicos superados que en una clara lectura de la realidad y un adecuado apego a los principios democráticos.
El resultado, hasta ahora, ha sido fallido y contradictorio, al punto que, en algunos casos, Brasil adopta posturas cómplices hacia regímenes violadores de los derechos humanos, la democracia y un orden internacional basado en normas. Tres casos lo ilustran. Calificó a Volodímir Zelenski, presidente de la invadida Ucrania, igualmente culpable de la guerra que el invasor ruso, Vladímir Putin, con lo cual descalificó su ambiciosa pretensión de mediar para finalizar el conflicto. Planteó, sin base técnica alguna, una unión monetaria entre Brasil y Argentina, desdeñada por todos los expertos. Y se ha alineado con China en sus pretensiones de modificar el orden geopolítico mundial.
Pero el ejemplo más consecuente de esta orientación para nuestro hemisferio fue recibir con honores en Brasilia, el lunes, al dictador Nicolás Maduro, quien viajó para participar al día siguiente en un “retiro” entre presidentes suramericanos, organizado por Lula.
Callar, como hizo, toda referencia a las violaciones de los derechos humanos cometidas por el gobierno venezolano era censurable. Están de sobra reconocidas. Por ejemplo, en setiembre del pasado año, una comisión de expertos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos reveló que los órganos de inteligencia, orquestados desde los “más altos niveles”, reprimen a la disidencia mediante la comisión de crímenes de lesa humanidad.
Lula, sin embargo, desdeñó olímpicamente estos y tantos otros hechos documentados con rigor, declaró que Venezuela es víctima de una “narrativa” que la hace aparecer como antidemocrática e instó a Maduro a construir la suya, para hacer que sus “adversarios” deban “pedir disculpas por el estrago que han hecho”. Es decir, la culpa es de otros, no del dictador.
Se trata de una distorsión de valores absoluta, y de una complicidad en la que ningún presidente democrático debería incurrir; tampoco aceptar. Ni el de Uruguay, Luis Lacalle Pou, de centroderecha, ni el de Chile, Gabriel Boric, de izquierda, la aceptaron durante su “retiro” en Brasil. “No es una construcción narrativa, es una realidad seria”, dijo el primero. “La terrible situación de los derechos humanos en Venezuela no es meramente una narrativa”, añadió el segundo, y llamó a condenar las violaciones de los derechos humanos sin condicionamientos ideológicos.
Lula, por desgracia, camina en otra dirección. Sus móviles ulteriores son difíciles de descifrar. Entre ellos, no se pueden descartar intereses económicos. Sin embargo, es muy probable que lo impulse también un izquierdismo acartonado, que deja de lado los principios en favor de las afinidades. A esto se añade la pretensión de convertir su gobierno en el líder de una “unidad” suramericana poco realista, que no toma en cuenta las articulaciones múltiples de sus países —en particular los más abiertos, como Uruguay y Chile— en las dinámicas económicas, políticas y sociales del mundo.
La reunión presidencial en Brasilia fue un primer paso en esa dirección. Sin embargo, a menos que en el camino sufra importantes modificaciones, difícilmente tendrá éxito. Le será particularmente difícil revivir la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), una organización creada por el venezolano Hugo Chávez y Lula durante su primer mandato, que ha perdido representatividad y valor. Como dijo Lacalle Pou, no hacen falta más organizaciones, sino acciones y avances concretos.
Por el momento, Lula sí alcanzó un propósito: la vuelta de Maduro a la dinámica diplomática de Suramérica. Es, en parte, producto de la realidad: nos guste o no, tiene control del Estado. Pero esto, bajo ninguna circunstancia, debe implicar aceptación del régimen ni ceder en las presiones para una restauración democrática en Venezuela.