La decisión de aplicar un límite a las pensiones de lujo, de conformidad con una norma aprobada en 1998 y jamás aplicada, rectifica ofensivas iniquidades y alivia, modestamente, la presión de los jubilados sobre las finanzas públicas. Afecta a solo 910 personas y apenas ahorra ¢12.000 millones al año, pero es un paso en la dirección correcta.
Está por verse si es un paso en firme, porque seguramente enfrentará objeciones en los tribunales y es difícil pronosticar los resultados. Indica, sin embargo, una voluntad política y la determinación de tomar decisiones difíciles. Eso es importante si se proyecta a futuro cuando sea preciso enfrentar, por ejemplo, la irresponsable iniciativa de trasladar a 4.000 docentes al Sistema de Pensiones y Jubilaciones del Magisterio.
No queda demostrada, por ahora, la decisión de enfrentar el enojo de los beneficiarios de los regímenes más numerosos. Indisponer a 910 personas es muy distinto de encarar a miles de empleados del Poder Judicial, para citar un ejemplo. Sin embargo, los mayores peligros para las finanzas públicas yacen en los regímenes masivos donde, quizá, las iniquidades sean menos desproporcionadas, pero las sumas son enormes.
Con todo, las pensiones de los 910 afectados solo bajarán a ¢2,3 millones mensuales, un millón por encima de las jubilaciones más jugosas del Régimen de Invalidez, Vejez y Muerte (IVM) administrado por la Caja Costarricense de Seguro Social. El tope del IVM lo alcanzan un puñado de asegurados, muchos de los cuales cotizaron para pensiones todavía mayores, pero no las recibirán por la existencia del límite impuesto para preservar la salud del sistema.
Los ¢2,3 millones, por otra parte, representan diez salarios base. Es una suma generosa para un jubilado, incluso cuando se le compara con los salarios mínimos vigentes para las profesiones y otros puestos de trabajo. Como punto de comparación, vale señalar que la pensión promedio por vejez en el IVM, ronda ¢303.000 y hay 92.500 beneficiarios que reciben ese monto.
El número de afectados es pequeño porque la ley de 1998 no es aplicable a gran número de jubilados, incluyendo a 170 exdiputados cuyas pensiones aumentan un 30% cada año, ni a los pensionados del régimen magisterial que hayan postergado la fecha del retiro más allá del día en que cumplieron los requisitos, por ejemplo.
Otras pensiones, muy onerosas para las finanzas públicas, no alcanzan las sumas extraordinarias de la lista publicada recientemente por el Ministerio de Hacienda, a cuya cabeza figura una jubilación de ¢16 millones y, a partir de ahí, cientos de beneficios superiores a ¢5 millones.
Sobre los integrantes de la lista cae la decisión de aplicar la ley de 1998, anunciada esta semana por el Ministerio de Trabajo, pero la presión más importante sobre las finanzas públicas, así como las amenazas a su futura estabilidad, proviene de otros jubilados, todos pertenecientes a regímenes especiales.
En ese punto es donde se pondrá a prueba la determinación de enfrentar el problema con resultados significativos, antes de que sea demasiado tarde. El país debe eliminar las distorsiones creadas a favor de diversos grupos de interés, todos relacionados con el empleo público.
Construir un régimen único de pensiones debería constituirse en meta de una política de Estado responsable, justa y consecuente con la realidad fiscal. Si las autoridades no se mueven en esa dirección, la realidad fiscal misma terminará por rebelarse e imponer las condiciones, con graves consecuencias para el Estado y para los jubilados, sean de “lujo” o comunes y corrientes, como la inmensa mayoría afiliada al Régimen de Invalidez, Vejez y Muerte.