Los ministros de Relaciones Exteriores del continente se vieron obligados a suspender la cita de la Organización de Estados Americanos (OEA) de la semana pasada sin un acuerdo sobre la crisis venezolana. La Asamblea General a celebrarse el 19 de junio tampoco alimenta esperanzas. Los países del Caribe, agrupados en Caricom, ponen sus 14 votos al servicio de la dictadura, junto con los integrantes de lo que queda de la Alianza Bolivariana (ALBA).
Ese bloque de votos, en buena parte amalgamado por los obsequios petroleros de Caracas a las islas del Caribe, impide la resolución necesaria en respaldo del pueblo venezolano, cuya principal petición es ir a las urnas, de conformidad con la Constitución vigente.
La creciente fuerza moral de la causa opositora y las vergonzosas maniobras del gobierno para mantenerse en el poder pueden resquebrajar la unidad de los caribeños, pero eso solo se logrará por la insistencia de naciones como Costa Rica, firmemente identificadas con los valores democráticos y dispuestas a rechazar artimañas como la constituyente propuesta por Nicolás Maduro o las protestas de la Cancillería venezolana contra la supuesta injerencia de la OEA en sus asuntos internos.
La administración del presidente Luis Guillermo Solís y su canciller, Manuel González, desempeñaron ese papel con firmeza en la reunión de la semana pasada y seguramente volverán a hacerlo en la Asamblea General, cuyo tema específico no es Venezuela pero no habrá forma de evitarlo.
Mientras el Caricom impide una resolución, los muertos y presos políticos aumentan al ritmo de la endurecida represión del gobierno de Maduro. Venezuela ha sido saqueada, el narcotráfico penetra sus instituciones, hay fortunas cuestionables y la represión obliga a cometer delitos. Los grupos entronizados en el poder están comprometidos y solo la permanencia en el gobierno evita una rendición de cuentas. Por eso, y no por las coartadas ideológicas esgrimidas hasta ahora, seguirán aferrados al mando mientras les sea posible.
El más reciente ingenio para lograr ese objetivo es la celebración de una asamblea constituyente, en buena parte integrada por militantes del chavismo, sin la legitimidad conferida por la voluntad popular. La convocatoria se hizo por decreto presidencial y el organismo resultante será una asamblea “ciudadana o comunal”, no prevista por la Constitución actual.
La Constitución vigente, redactada por los chavistas, permitió a la oposición conseguir una impresionante victoria en las elecciones de diciembre del 2015. Ese es el defecto que sus creadores ahora ven en la Carta Magna y la principal razón para enmendarla. No es difícil adivinar entre las principales aspiraciones de la constituyente “comunal” el fin de toda pretensión del gobierno democrático en Venezuela. El ejercicio no tendría sentido si la nueva Constitución obligara a Maduro a convocar unas elecciones donde su derrota estaría igualmente asegurada.
Las evidentes pretensiones autocráticas serían la culminación de un proceso que incluye el desconocimiento de la elección de varios diputados opositores, la anulación de las potestades del Congreso y la invasión de sus funciones por un Poder Judicial vergonzosamente obsecuente.
Para completar el atropello, la comunidad internacional estorba. Por eso Venezuela inició el proceso de retiro de la OEA, como antes había desconocido a los organismos continentales de protección de los derechos humanos. Para justificarse, invoca el rechazo a la injerencia foránea en sus asuntos internos. Costa Rica no ha mordido ese anzuelo. La no injerencia no puede significar el abandono de un pueblo hermano a su mala suerte.