En los más pulidos y avanzados textos occidentales sobre relaciones internacionales, China figura de manera prominente como una gran potencia mundial. Sin embargo, las ambiciones de Pekín por convertirse en una superpotencia con proyecciones acordes con su poderío son frecuentemente derrotadas por grietas en sus burocracias y en sus despliegues bélicos allende sus extensas fronteras.
Entre los más discutidos episodios de intervención, figura un fallido proyecto petrolero norteamericano en Sudán, el cual resultó ser un platillo con espinas para una China ávida de ganar puntos en donde entreviera oportunidades. El conflicto en Sudán empezó a arder cuando Washington, a mediados de los años 90, acusó al gobierno sudanés de mantener lazos con el terrorismo internacional. En ese punto, las empresas norteamericanas empezaron a abandonar suelo sudanés en busca de horizontes más prometedores.
Este contexto fue aprovechado por China para inmuscuirse en Sudán, partido por la independencia del sur en el 2011, precisamente donde los pozos de la ira se encontraban. Las luchas intestinas en el sur desembocaron en una fiera guerra civil en el 2013, fecha en que un nuevo presidente chino ansiaba mostrar su poderío bélico ordenando el envío de tropas para proteger los intereses nacionales.
En enero del 2015, China despachó otro grupo de tropas cuya misión era proteger a más de 300 técnicos, ingenieros y médicos chinos que actuaban como parte de la misión de las Naciones Unidas en Sudán del Sur. Pekín consideraba que este nuevo desembarco de tropas chinas de alguna manera opacaría la memoria de sus fracasos en la zona.
En todo caso, es obvio que China, a esta fecha, aún no ha desarrollado adecuadamente el ámbito de la diplomacia en los choques internacionales, en los que la colaboración de aliados y el desarrollo de programas de cooperación resultan esenciales.
Parece que el presidente Xi Jinping busca de nuevo oportunidades para demostrar cabalmente las capacidades bélicas de su país. A este respecto, China ya es el segundo mayor contribuyente de fuerzas para las operaciones de paz de la ONU, después de Estados Unidos. Asimismo, se encuentra en proceso de ampliar sus colaboraciones militares y policiales para nuevas operaciones que emprendan las Naciones Unidas. Todo esto luce muy prometedor. Lo que opaca todo este programa, en cierta medida, es la deficiencia de un aparato analítico e informativo sin el cual los esfuerzos acaban siendo víctimas de distorsiones y malentendidos.
Las deficiencias empiezan a multiplicarse en el campo policial indispensable para combatir la corruptela en las esferas gubernamentales. Muy a menudo aparecen notas sobre hechos delictuosos no atendidos con la rapidez y eficiencia requeridas. De igual manera, en el interior de China, delitos de diversa índole con frecuencia escapan el examen de las autoridades.
Tampoco es dable olvidar que el Estado chino establecido por Mao ha crecido de manera acelerada conforme los jefes de la profusa burocracia procuran ampliar sus campos de acción para ganar puntos con el Gobierno y el Partido.
Todo lo anterior es muestra de cómo la modernidad se manifiesta en forma anormal y perjudicial en las gigantescas burocracias gubernamentales chinas, en las que asoman grietas quizás insalvables a pesar de los remedios tradicionales de más burocracia para llenar las quebraduras.
Lo expuesto son lecciones que el oeste no debería minimizar ni mucho menos desechar.