El presidente, Luis Guillermo Solís, aplazó indefinidamente el debate sobre la reforma del empleo público. No falta conciencia del peso de la planilla estatal sobre las finanzas del Estado. Poco antes de descartarla, el mandatario calificó la reforma como un aspecto “central” de la discusión de los planes tributarios promovidos por el Gobierno en la Asamblea Legislativa. “No se puede hablar de ingresos sin hablar de gastos, y los salarios forman parte de eso”, aseveró hace apenas dos semanas.
En octubre del año pasado, el ministro de Hacienda, Helio Fallas, también mostró preocupación por el tema, al punto de prometer el envío de un proyecto de ley al Congreso en el primer trimestre de este año. La oferta fue reiterada en más de una oportunidad.
Apenas transcurridas dos semanas desde sus últimas declaraciones, el presidente ejecutó un abrupto viraje. El Ejecutivo desiste de someter la reforma del empleo público al Congreso porque el ajuste a los sistemas de compensación tendría efecto en 15, 18 o hasta en 20 años. Es un argumento inédito, una súbita revelación de la cual el mandatario no tenía noticia hace dos semanas. Su ministro de Hacienda tampoco la tenía clara en octubre.
El Gobierno decidió empeñar sus esfuerzos en acciones a corto plazo, y no se cuida de utilizar libremente la expresión: “Estos temas de salarios no tienen efectos inmediatos sobre la fiscalidad, sino un impacto posterior… y todo esto tiene como telón de fondo una situación a corto plazo”, afirmó el mandatario.
Cualquier reforma del empleo público deberá respetar los derechos adquiridos. Esto no está en discusión, pero proyectar los efectos a 18 años es un exceso. La enorme planilla estatal sufre miles de modificaciones anualmente. Decesos, renuncias y jubilaciones dejan plazas abiertas que pueden ser sustituidas, si es necesario, en el marco de un régimen diferente. En poco tiempo, el impacto sería significativo.
Reformar las anualidades, para que no sean concedidas de forma automática, lo cual derrota su propósito de estímulo y reconocimiento del buen desempeño, produciría réditos inmediatos.
Existen más ejemplos, pero el planteamiento presidencial adolece de una debilidad más importante. Implica la renuncia a prever, a preocuparse por las nuevas generaciones e incluso por las actuales. El primer día de los próximos 18 años es hoy, y hoy ha nacido un costarricense, muchos más están en edad escolar y hay demasiados jóvenes como para renunciar a entregarles un país próspero donde vivir en paz y con dignidad. Quienes para entonces alcancen la madurez o integren el creciente número de adultos mayores exigirán con todo derecho servicios públicos, atención médica y pensiones.
La renuncia al largo plazo, aun si aceptamos las débiles razones esgrimidas para justificarla, entraña también el peligro de frustrar los planes a corto plazo. Una y otra vez la oposición ha dicho que no habrá impuestos sin una reforma del gasto, incluidos los excesos en las remuneraciones del Estado.
Si el Gobierno fue sincero en octubre, al ofrecer la reforma, algún planteamiento tendrá a estas alturas, ya pasado con creces el primer trimestre del año. ¿Por qué no impulsarlo para conseguir apoyo a las iniciativas tributarias? En 18 años, quizá el presidente, apenas cumplidos los 75, reciba un reconocimiento por visionario, en lugar de quedar expuesto a críticas como las esgrimidas por él contra la inacción de sus predecesores.
El 21 de setiembre del 2014, en cadena nacional de radio y televisión, el mandatario afirmó: “Estoy de acuerdo con que el Gobierno no sea ‘gastón’. Tanto así que critiqué duramente en mi informe de los cien días el desperdicio y la ineficiencia acumuladas en las actividades del sector público durante los últimos 30 años”.
Luego, señaló que la rebaja de la calificación de la deuda nacional “es el resultado de la incapacidad acumulada de muchos gobiernos que no pudieron, junto con diversas asambleas legislativas, lograr una reforma fiscal integral”.
“En otras palabras, este es otro problema estructural heredado por nosotras y nosotros que esta administración tiene que atender… Tengo claro que mi gobierno, el gobierno del cambio, tendrá la obligación de tomar medidas que no se tomaron durante mucho tiempo”, agregó. En su informe de los cien días, el presidente fue categórico: “Lo digo sin rodeos: en las últimas décadas, hemos sido gobernados con irresponsabilidad”. En otro pasaje, puntualizó: “Téngase claro que la principal responsabilidad es de quienes han dirigido la nave del Estado”.
Si la crítica, en retrospectiva, tiene un alcance de 30 años, el compromiso con el futuro no debe regirse por el estrecho plazo de 18. El presidente ha dado muestras de entender que 20 años no es nada.