En su última conferencia de prensa tras desempeñarse por diez años como secretario general de las Naciones Unidas, realizada el viernes, Ban Ki-moon fue claro y directo en su enojo y frustración. “La matanza que ocurre en Siria es una afrenta para la conciencia mundial”, dijo, y añadió en referencia la ciudad mártir: “Alepo es hoy sinónimo de infierno (…). Le hemos fallado colectivamente al pueblo sirio. La paz solo prevalecerá si está acompañada de compasión, justicia y rendimiento de cuentas por los abominables crímenes que hemos presenciado”.
Esos crímenes horrendos, que se han expresado de forma múltiple desde principios del 2011, cuando el dictador Bashar al Asad desató una represión generalizada para frenar el clamor popular en su contra, alcanzaron la cúspide de su perversión y ensañamiento durante las últimas semanas.
El escenario ha sido precisamente la ciudad milenaria de Alepo, epicentro económico de Siria y, por siglos, ejemplo de tolerancia y convivencia entre diversas etnias, religiones y orientaciones doctrinarias. Los principales victimarios son de sobra conocidos. Se trata del propio régimen de Asad, la Rusia de Vladimir Putin, el Irán de los ayatolás y las milicias del grupo terrorista chiita Hizbolá, sobre el que los iraníes ejercen control casi total y que se ha convertido en agente sobre el terreno de su sectarismo y proyección del poder.
Pero en esta tragedia, que continúa a pesar de la caída de los últimos bastiones de Alepo dominados por fuerzas rebeldes no extremistas, también existen otros importantes responsables, sobre todo por indecisión y omisión: las principales potencias occidentales, con Estados Unidos a la cabeza, que fueron incapaces de desarrollar y ejecutar a tiempo una estrategia que detuviera la voracidad represiva de Asad y abriera el camino hacia una salida pacífica a la crisis.
Hubo un tiempo en que aún era posible revertir la situación, ya fuera con fuerte respaldo a los rebeldes no fanatizados, el establecimiento de zonas de seguridad aérea para proteger a los civiles o enérgicas represalias contra Asad si pasaba las “líneas rojas” establecidas por la propia administración estadounidense. Sin embargo, prevalecieron la desorientación estratégica, el miedo a actuar y, por ende, una virtual parálisis.
Entre tanto, Asad hizo todo lo posible por eliminar a sus enemigos y por polarizar el conflicto, de modo que el peligro de que el Estado Islámico controlara amplias regiones de Siria pudiera ser visto por algunos como un mal peor que el de su dictadura. Entre tanto, Rusia se encargó, mediante su veto en el Consejo de Seguridad, de frenar toda acción multilateral eficaz, y mediante su intervención militar directa llevó de nuevo el péndulo hacia el terreno de Asad.
El resultado de esta mezcla de factores, en un contexto regional de alianzas móviles, intereses inconfesables y oportunismo extremo, es de sobra conocido; su evolución, imposible de predecir. El infierno de Alepo es su peor manifestación, y revela, hasta un extremo de asqueo, el desdén de Siria, Rusia e Irán no solo por preceptos internacionales claramente establecidos, sino por valores humanos elementales. Sus acciones, en este caso, tienen todos los ingredientes para ser consideradas como crímenes de guerra. Dudamos, sin embargo, que sea posible romper la barrera de su impunidad: los rusos también se encargarán de evitarlo mediante el veto.
Al aplicar una política de tierra arrasada, con total desdén por la suerte de los civiles y en contradicción con la ley internacional, Siria, Rusia e Irán han logrado imponer sus insensibles intereses. Hoy, la permanencia de Asad en el poder luce más firme que nunca desde que comenzaron las protestas, aunque no puede darse por segura a mediano plazo. Los rusos se han convertido en los principales agentes de poder en el desarticulado país y han ganado una influencia en la zona que no tenían desde el colapso de la Unión Soviética. Irán ha incrementado sustancialmente la suya como potencia regional, y, por medio de Hizbolá, ha logrado proyectar contundentemente su fuerza hasta la frontera con Israel.
No solo estamos ante una horrenda tragedia humana que aún no parece detenerse. También asistimos a un grave descalabro geopolítico, que seguirá pasando la cuenta por muchos años más.