El número de emergencias 911 es un servicio de vida o muerte. No hay otra forma de describirlo, como quedó evidenciado en un reportaje de La Nación, el 17 de diciembre pasado. El propósito del periodista era informar de la crisis económica del sistema, pero una visita al centro de atención de llamadas bastó para recabar ejemplos, en poco tiempo, del vital beneficio para la población.
Una madre llamó para pedir socorro porque el hijo sufría una reacción alérgica. De inmediato, la operadora la puso en contacto con el Hospital de Niños, cuyos especialistas le dieron instrucciones. Otra llamada alertó de la seria caída de un caballista en un tope y varias solicitaban la presencia de la Fuerza Pública.
El 911 coordina, las 24 horas del día, la acción de cuerpos policiales, bomberos, cruzrojistas, médicos y otros servicios, a menudo requeridos con urgencia por personas enfrentadas a serios peligros. Entre los 175 empleados del servicio, hay 135 operadores especializados.
El 911 salva vidas y bienes todas las semanas, pero ha venido perdiendo su única fuente de ingresos, al punto de acumular una deuda de ¢4.000 millones con el Instituto Costarricense de Electricidad. El servicio de emergencias se financia con un porcentaje de la facturación telefónica, pero las nuevas tecnologías canalizan buena parte de las comunicaciones mediante servicios como WhatsApp o Skype.
En los últimos cinco años, el 911 ha operado con un déficit promedio de ¢1.000 millones al año. El Consejo Directivo del ICE perdonó la deuda acumulada en vista de la innegable utilidad social del servicio de emergencias, pero eso dista mucho de ser una solución definitiva.
Es preciso reconstituir las fuentes de ingreso del servicio de emergencias, no solo para independizarlo de la buena voluntad de otras entidades, sino para ampliarlo y perfeccionarlo. La solución de la deuda arrastrada por el 911 no implica la disponibilidad de fondos para actualizar y mejorar la tecnología. Los equipos funcionan sin pausa, 24 horas al día, todos los días del año. En consecuencia, sufren un desgaste acelerado.
La presión aumenta por la falta de educación ciudadana, manifiesta tanto en la ignorancia de quienes llaman para informar de problemas ajenos a la función del 911, como, por ejemplo, una interrupción de la electricidad, como en la irresponsabilidad de los “bromistas” sin escrúpulos que “juegan” con un sistema tan importante. La mitad de las 12.000 llamadas recibidas cada día son impertinentes.
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En la corriente legislativa hay tres propuestas de solución, pero la más expedita es gravar las telecomunicaciones con un 0,65 %. Si bien cuenta con el respaldo de los administradores del 911, alarmados por la apremiante situación del servicio, el porcentaje parece insuficiente. En el 2012, el servicio de emergencias recibía unos ¢78 por cliente de la telefonía fija. En la actualidad solo obtiene ¢56. El ingreso por telefonía celular era de ¢281 y ahora apenas llega a ¢104.
Si se aprobara la reforma respaldada por los administradores del 911, los ¢104 mensuales pasarían a apenas ¢180, es decir, ¢101 menos que hace cinco años. Las sumas son muy modestas en comparación con la importancia del servicio. El costo de un 911 mal financiado hace impensable la demora y la falta de generosidad exhibidas hasta ahora. La buena coordinación y el tiempo de respuesta son decisivos cuando se presenta una emergencia. Mantenerlos en un punto óptimo bien vale ¢180 mensuales y mucho más.