Mientras los ingresos fiscales caen dramáticamente por cuenta de la pandemia y su devastador efecto sobre la economía, la Comisión Permanente Ordinaria de Asuntos Económicos de la Asamblea Legislativa se toma en serio un proyecto risible en las circunstancias. La iniciativa reduciría un 50 % el impuesto sobre la propiedad de vehículos en este 2020 y daría a la fosa fiscal otros ¢85.000 millones de profundidad.
La descarnada demagogia del planteamiento probablemente terminará por descarrilarlo, pero infunde temor la ignorancia de sus impulsores. El país está a las puertas de una de las más graves crisis económicas de su historia. La recaudación tributaria está por los suelos y la atención de la pandemia exige nuevos gastos. En consecuencia, el déficit llegará al 9,3 % del producto interno bruto (PIB), aunque otros cálculos acusan al dato oficial de conservador. A corto plazo, existe la posibilidad de un endeudamiento equivalente al 80 % del PIB. En ese escenario, las tasas de interés, la inflación y el tipo de cambio empobrecerán a la población como sucedió a inicios de la década de los ochenta.
El debate sobre la forma de enfrentar la amenaza transcurre en torno al equilibrio deseable entre nuevos impuestos, reactivación económica y reducción de gastos, pero pocos plantean con seriedad una reducción adicional de los ingresos. Hacerlo es confesión del más completo desconocimiento o, peor aún, la más absoluta indiferencia frente a la tragedia nacional en ciernes.
Quien recuerde lo sucedido en los ochenta no encontrará exceso alguno en el empleo de la palabra tragedia para describir las consecuencias probables de la insensatez en este momento histórico. Un 52 % de pobreza, una inflación del 90 % y una generación perdida para las aulas y condenada a trabajos de baja remuneración son una tragedia. La vivimos en los ochenta con la ventaja de circunstancias geopolíticas, como el haber obtenido abundante asistencia del extranjero.
El proyecto no se preocupa por señalar fuentes de ingreso u ahorros suficientes para neutralizar el efecto de la reducción de ingresos. En cualquier caso, los fondos o economías tendrían mayor utilidad si se les utilizara para aliviar la apremiante situación fiscal y mandar la señal correcta a quienes nos observan para constatar la sinceridad de nuestros propósitos.
En palabras del economista Alberto Franco, recortar los ingresos de Hacienda “sería una mala señal para los agentes económicos en general, a quienes diríamos que los tomadores de decisiones siguen sin ver claramente la realidad financiera del país”. En sí mismo, el progreso del proyecto en la Comisión de Asuntos Económicos envía ese mensaje, pero un dictamen afirmativo y un voto de aprobación en el plenario gritarían la irresponsabilidad a los cuatro vientos.
En última instancia, los ¢85.000 millones saldrán de un aumento de impuestos, mayor endeudamiento o parálisis de las labores de mantenimiento vial y otros servicios financiados con el tributo a la propiedad de vehículos. Esa es la ruta seguida hasta ahora por el Estado costarricense. Es un curso insostenible cuya rectificación es cada vez más urgente.
Ya la Asamblea Legislativa envió al mundo las peores señales cuando se dejó llevar por un grupo de alcaldes para librar a las municipalidades de la regla fiscal. La decisión contribuyó, en aquel momento, a la caída de la calificación de los bonos costarricenses. Hoy alimenta el enojo de sectores decididos a impedir el aumento de impuestos, quienes reprochan también al Ejecutivo la convocatoria del proyecto municipal en sesiones extraordinarias. No podemos darnos el lujo de seguir tropezando con las mismas piedras.