La reacción era predecible. Acostumbrados a la irracionalidad e intransigencia desplegada en los últimos días por los instigadores de la huelga, poco sorprende su respuesta al anuncio del financiamiento de ¢498.000 millones del Banco Central a un gobierno carente de recursos para satisfacer sus obligaciones e incapaz de recaudarlos en el mercado financiero sin elevar las tasas de interés y aceptar vencimientos a corto plazo. La administración, dicen los “genios financieros” del bloqueo y la barricada, procura asustarlos, es decir, tiene mucho de pantomima.
Es una hipótesis absurda. Las letras del tesoro no son un juguete. Por eso no se les ha empleado desde 1994, cuando se hizo necesario enfrentar la emergencia del Banco Anglo. Su emisión tiene repercusiones, tanto como la estrechez financiera que la hizo necesaria. Precisamente, el gobierno recurrió a las letras porque el mercado financiero conoce la escasez de fondos y no se arriesga a prestarle sin exigir una compensación compatible con el riesgo percibido. Tampoco confía en el pago a largo plazo y, por eso, exige la devolución de la inversión en poco tiempo.
Cualquier movimiento capaz de inquietar al mercado perjudica, también, las finanzas públicas y profundiza las dificultades para obtener financiamiento cuando vuelva a ser necesario. Fingir la falta de recursos y las difíciles condiciones del financiamiento tan solo para “asustar” a los huelguistas sería un acto de criminal irresponsabilidad. También sería poco menos que imposible. Los observadores nacionales e internacionales de la economía, comenzando por las agencias calificadoras, no comulgan con ruedas de carreta. La medición precisa del riesgo es el meollo de su negocio y percibirían, de inmediato, una maniobra tan estúpida y autodestructiva, con grave perjuicio para la credibilidad de la administración. Mas los impulsores de la teoría de la conspiración olvidan un elemento fundamental de la historia reciente: el gobierno de Carlos Alvarado no es el primero en invocar la carencia de recursos. Luis Guillermo Solís, cuya armonía con los sindicatos se forjó a costa de la preservación de privilegios en el sector público, fue el primero en salir a quejarse de la falta de liquidez del gobierno.
En distintos momentos de su mandato, Solís declaró “manejable” el déficit fiscal, descartó hablar de impuestos en los primeros dos años de gobierno y se propuso enseñarnos cómo se gasta con eficiencia y corrección. También acusó a quienes insistíamos sobre el desequilibrio fiscal de estar “obsesionados” y rehusó impulsar ajustes en el empleo público porque no los consideró capaces de producir efectos siquiera a mediano plazo. Pero el 1.° de agosto del año pasado, con el agua al cuello, confesó en cadena nacional de televisión que el gobierno enfrentaba “dificultades de liquidez para pagar sus obligaciones y garantizar la operación de servicios”.
Tan brutal fue la admisión del faltante que las críticas llovieron sobre el mandatario por crear alarma e inquietar al mercado financiero, con grave riesgo de agravar la situación fiscal y económica, pero nadie asemejó el discurso al “memorando del miedo” ni acusó al presidente de asustar con la vaina vacía.
Pasaron cinco meses y, en diciembre del año pasado, la administración Solís no tenía recursos para pagar aguinaldos a los empleados públicos. Entonces, hizo lo mismo que la administración Alvarado intentó la semana pasada: salió a colocar bonos. La situación se repitió con los salarios de la primera quincena de diciembre y, después, a principios del año. El gobierno no pretendía asustar. Más bien, a esas alturas del mandato, intentaba que los problemas no trascendieran. Logró colocar bonos a altas tasas de interés y muy corto plazo. Así creó el desastroso “hueco fiscal” heredado, en silencio, a la actual administración.
Este gobierno, además de la falta de recursos experimentada por el anterior, se encontró con la sorpresa del “hueco”, es decir, un faltante todavía mayor. Al mismo tiempo, la incertidumbre generada por la irresponsabilidad reciente terminó por desacelerar la economía, lo cual redunda en una caída de la recaudación, estimada en ¢300.000 millones por el Ministerio de Hacienda.
En suma, la administración Alvarado sufre la falta de recursos reconocida por Solís hace más de un año, menos los ¢600.000 millones del sorpresivo “hueco fiscal”, menos los ¢300.000 millones de caída en la recaudación. Como su antecesor, Alvarado se dirigió al mercado financiero para captar dinero con bonos, pero no podía tener la misma suerte. La desconfianza ha crecido y los inversionistas exigen tasas de interés todavía mayores, a muy corto plazo. Por eso, el gobierno optó por el polémico recurso de las letras del tesoro, utilizado por última vez hace 24 años para enfrentar una situación coyuntural, no estructural.
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La intención no es asustar. Por el contrario, en el mensaje del gobierno se hizo notar el deseo de transparentar la realidad sin crear alarma. Hay razones para asustarse, pero nacen de la gravedad de la situación, no de una jugarreta política cuya primera víctima sería la propia administración. La teoría de la conspiración revela mucho más de sus impulsores que de las intenciones del gobierno.