La temperatura promedio de América Central ha subido dos grados Fahrenheit en las últimas décadas. Los científicos dirán si eso explica, específicamente, el calor de los últimos días, pero no hay duda del efecto del cambio climático sobre el Istmo y el bienestar de sus pobladores.
Precisamente por ser un istmo, la región es una de las más vulnerables de las Américas. El alza en el nivel de los mares, los huracanes, las tormentas y las sequías son más graves y la dependencia de la agricultura magnifica las repercusiones sociales del calentamiento global. Las cosechas dependen de la regularidad de los patrones climáticos. Mucha agua, demasiado temprano, bota la flor del café. Poca lluvia, en momentos críticos, da al traste con los cafetales.
Así está ocurriendo en Honduras, según recientes informaciones de The New York Times, cuyos reporteros dan cuenta del abandono de fincas y advierten que la creciente migración de pobladores del Triángulo Norte de Centroamérica hacia los Estados Unidos es producto del cambio climático.
No importa cuánto lo niegue la Casa Blanca, los militares estadounidenses ya toman el calentamiento global como una amenaza para la seguridad nacional estadounidense y hacen planes para enfrentar sus consecuencias. Una de ellas es la migración. La ironía, claro está, es que no son los campesinos hondureños los causantes del efecto invernadero, sino las naciones industrializadas, cuyas emisiones de décadas están alojadas en la atmósfera.
A estas alturas, no tiene sentido revivir la vieja discusión sobre un supuesto derecho de las naciones pobres a desarrollarse como lo hicieron las ricas, sin especial preocupación por el impacto ambiental. “Tengo derecho a devastar mis bosques porque ustedes lo hicieron con los suyos” nunca fue un argumento defendible. El mundo subdesarrollado lo invocó en muchas oportunidades para eximirse de limitaciones cada vez más urgentes si la humanidad aspira a evitar males mayores.
Es cierto: no todos participaron en la misma medida en la creación del problema, pero todos sufriremos sus consecuencias. Nadie puede, entonces, eximirse del esfuerzo para mitigar sus efectos y salvar al planeta. Pero los países desarrollados tienen una responsabilidad especial, no solo por su papel en la aparición del problema, sino también por sus capacidades tecnológicas y financieras.
Ni las naciones pobres pueden abstenerse de aportar cuanto esté a su alcance ni las ricas rehuir su compromiso. El Acuerdo de París fue un gran paso adelante en el esfuerzo por plasmar ese consenso. Todos los firmantes reconocieron su papel y asumieron obligaciones concretas. El cumplimiento está lejos de ser garantizado, pero ahí está el documento. Las naciones de América Central deben unirse a los países isleños y otros igualmente amenazados para hacerse escuchar en los foros internacionales.
En Costa Rica, la sequía ha causado pérdidas hasta del 50 % de las cosechas de cebolla, papa, zanahoria y frijoles en la zona alta de Cartago. El rendimiento de la ganadería comienza a bajar en la zona sur y en el Caribe sur prevén una caída del 15 % en la producción de banano y bajas, quizá mayores, en la de plátano.
Todo se le atribuye a El Niño, un fenómeno recurrente cuya presencia en los últimos diez años ha sido demasiado frecuente, con resultados devastadores. Según el Banco Mundial, 1,4 millones de personas podrían verse obligadas a abandonar sus hogares en México y Centroamérica durante las próximas décadas debido al cambio climático. Hace rato debimos comenzar a preocuparnos.