Desde que fue creada en 1998, gracias al Estatuto de Roma, y, sobre todo, a partir de que comenzó a funcionar, en el 2002, Estados Unidos ha tenido una actitud pendular y ambivalente con respecto a la Corte Penal Internacional (CPI). Ha oscilado desde una clara hostilidad durante los gobiernos de George W. Bush y Donald Trump hasta una aceptación implícita y colaboración pragmática durante los dos períodos de Barack Obama, quien, sin embargo, nunca planteó al Senado la posibilidad de ratificar el Estatuto, a sabiendas de que no tendría los votos necesarios.
Ahora, sin embargo, la hostilidad se ha tornado en agresión directa, mediante la imposición de injustificadas, severas y arrogantes sanciones contra su fiscala, Fatou Bensouda, y uno de sus principales colaboradores. La decisión fue anunciada el 2 de este mes por el secretario de Estado, Mike Pompeo, quien la sustentó en que la CPI “continúa convirtiendo en blanco” de su actividad a ciudadanos estadounidenses. Es una aseveración carente de sustento. Lo que decidió la Fiscalía fue investigar la posibilidad de que distintas partes en el conflicto hayan cometido crímenes de guerra en Afganistán, entre los cuales están miembros de cuerpos de seguridad de Estados Unidos.
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La investigación está claramente enmarcada en el derecho internacional y en las competencias de la fiscala. Afganistán ratificó el Estatuto de Roma en febrero del 2003, lo cual implica que, a partir de ese momento, la CPI tiene jurisdicción plena sobre los crímenes de guerra, genocidio, lesa humanidad o agresión que puedan haberse perpetrado en su territorio, no importa la nacionalidad de los posibles autores.
Pretender, como insiste la administración de Donald Trump, que se excluya a sus ciudadanos de la pesquisa y eventuales acusaciones, es exigir que los compromisos internacionales suscritos y ratificados por Estados soberanos (en este caso Afganistán) se violen o distorsionen para adaptarlos a las exigencias de uno en particular. Por esto, las sanciones no solo van dirigidas contra la Corte y dos de sus más altos funcionarios, sino contra el derecho internacional y las bases en que se sustenta.
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La CPI es una instancia de enorme trascendencia para impulsar los derechos humanos y combatir la impunidad alrededor del mundo, mediante la persecución, juzgamiento y eventual castigo de los responsables de los más horrendos crímenes contra el género humano. Basada en el antecedente de los tribunales de Tokio y Núremberg, creados tras la Segunda Guerra Mundial, y en las cortes especiales sobre los genocidios en Ruanda y la antigua Yugoslavia, a las que siguieron otras, la CPI se convirtió, a partir del 2002, en el primer tribunal penal internacional de alcance universal.
Hasta el momento, el Estatuto de Roma ha sido firmado por 183 Estados y ratificado por 123, entre ellos Costa Rica, uno de los primeros. La ratificación significa la aceptación plena de la jurisdicción de la Corte. Su Fiscalía puede actuar de oficio o por petición de los Estados miembros, y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas puede decidir que lo haga en los que no forman parte de ella.
La investigación sobre Afganistán responde a la primera de esas competencias. Para que, luego de investigar se formule una acusación y, más aún, esta pueda llegar a juicio, debe transcurrir un largo y minucioso trayecto, que garantiza plenamente el debido proceso y los derechos de los imputados.
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Hasta ahora, precisamente por su minuciosidad y las dificultades para obtener adecuadas pruebas, lo casos que han llegado a juicio son muy pocos; las condenas, menos. Aun así, el trabajo de la CPI se ha convertido en un pilar del derecho internacional y, particularmente, la tutela de los derechos humanos. Que Estados Unidos haya decidido pasar de la hostilidad a la agresión es una demostración más del desdén de su actual gobierno por un sistema internacional basado en reglas. Por esto, se justifican y celebramos las diversas críticas hechas por la CPI, la Unión Europea y una enorme cantidad de signatarios del Estatuto de Roma, entre ellos Costa Rica, a las sanciones impuestas a la fiscala y su colaborador.