Las características de los autócratas modernos son fáciles de distinguir en cualquier parte del mundo. Las diferencias son de grado. Todos, prácticamente sin excepción, procuran una polarización tóxica de la sociedad enfatizando supuestas diferencias raciales, culturales, étnicas, económicas o de cualquier otra naturaleza. Ninguno pasa por alto la oportunidad de desacreditar a la prensa independiente ni de sembrar duda sobre la pulcritud de los sistemas electorales.
Los ataques se extienden al resto de la institucionalidad: el poder legislativo es considerado un estorbo y al judicial se le califica de la misma forma mientras no sea obsecuente con los gobernantes. Los autócratas ya no llegan siempre al poder por las armas. Simulan seguir las reglas de la democracia para entronizarse.
El instituto sueco Varieties of Democracy (V-Dem) hizo un repaso del estado de la democracia en el mundo y encontró un grave retroceso. “Los últimos 30 años de avances democráticos están ahora erradicados”, dice el informe. Según los investigadores, los líderes autoritarios emplean “medidas audaces” para tomar todo el control.
En América Latina somos testigos de esa audacia, en muchos casos, enmarcada en la supuesta “democracia directa”, cuya finalidad es anular los mecanismos de representación republicana para hacer a la gente creer que está gobernando, cuando en verdad se le está manipulando.
Distinguir el autoritarismo de la democracia es fácil, por lo menos cuando está consolidado. No es difícil diferenciar, como lo hace el estudio, entre los gobiernos que simulan la democracia y las autocracias cerradas, donde ya no hay pretensión de ocultar la naturaleza del régimen.
La diferencia en calidad y profundidad de los sistemas democráticos puede ser más compleja de evaluar. En el índice de democracia liberal, elaborado por los suecos, Costa Rica aparece en el cuarto lugar, por encima de democracias muy prestigiosas, como la suiza y la alemana. Habrá razones discutibles para la clasificación, pero nuestra pertenencia al grupo más aventajado no admite duda.
Eso nos ubica en un lugar muy especial. Solo el 13% de la población mundial comparte la bendición de vivir en una sociedad democrática. Apenas el 16% habita en una democracia electoral. Las dictaduras sojuzgan al 70% de la población del planeta, unos 5.400 millones de personas, y van en aumento. El informe del 2022 identifica 33 países con retrocesos hacia “una autocratización sustancial”, entre ellos, Estados Unidos, la República Checa y Grecia. En Latinoamérica, los mayores rezagos se dan en El Salvador, Venezuela y Nicaragua.
El retroceso no es siempre súbito y tampoco total. En muchos casos son procesos graduales, con afectación parcial de libertades ciudadanas e instituciones democráticas. La carnada suele ser el descontento social y, el anzuelo, la promesa de enfrentar los problemas como si las soluciones fueran obvias y bastara la voluntad del líder para aplicarlas. La ideología no importa, ni tampoco la coherencia, pero en muchos casos el método es vital: los retrocesos de las últimas tres décadas deben mucho al populismo.
Ningún país está definitivamente vacunado contra sus tentaciones. Al parecer, Thomas Jefferson nunca dijo que el precio de la libertad es la vigilancia eterna. La frase se le atribuye, pero los historiadores no han podido encontrar prueba de la autoría. No importa quien la haya dicho, encierra una verdad irrefutable, y los costarricenses debemos tenerla siempre presente para no dormirnos en los hermosos laureles de estudios como el citado.
:quality(70)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/gruponacion/HP4JHKZWOBHFJFAGTIHXXC4JBA.jpg)
Los autócratas modernos ganan poder mediante la polarización tóxica de la sociedad y la desacreditación de la prensa, los sistemas electorales y las instituciones. (Shutterstock)