Pocos temas son tan polémicos como la política fiscal, pero hay un aspecto del manejo de las finanzas públicas donde no hay margen para el desacuerdo: el país no debe dejar de cumplir sus obligaciones financieras internas y externas. Se puede debatir sobre el origen de los recursos para pagar la deuda, pero no sobre el pago, porque el mero planteamiento del asunto puede acarrear graves consecuencias.
Los efectos económicos de un default o cese de pagos no perdonan a ningún sector, pero se ensañan con los más débiles. Crean un caos financiero del cual es difícil salir. Inflación exagerada, aumento en las tasas de interés, estancamiento económico, desempleo, empobrecimiento de los servicios públicos y cierre de fuentes de financiamiento están entre las calamidades sufridas por los países caídos en esa desgracia. Costa Rica no podría ser diferente.
Por fortuna, estamos muy lejos de ese escenario y el país más bien ha ganado credibilidad en los mercados financieros por su prudente manejo fiscal y voluntad de tomar control sobre el desmedido crecimiento de la deuda. Por eso, es difícil entender la insistencia de la mayoría de los diputados de la Comisión de Asuntos Hacendarios en crear un problema donde no existe en la actualidad.
Los legisladores eliminaron ¢81.300 millones previstos en el presupuesto nacional del 2023 para pagar intereses de la deuda pública. Sin ese dinero, dice el ministro de Hacienda, Nogui Acosta, no habrá “forma de cumplir los compromisos del servicio de la deuda”. Si la intención de los diputados fuera reducir el gasto, la decisión también sería errada, pero respondería a alguna lógica consecuente con la situación fiscal del país. No obstante, el recorte se hace para gastar los recursos en otra parte, comenzando por las municipalidades y asociaciones de desarrollo.
El traslado de recursos, además de desvestir un santo muy importante para vestir otro cuyos ropajes no siempre han resultado la mejor inversión, garantiza el aumento del gasto porque la partida de intereses deja un margen para la subejecución. Ese margen podría ser estrecho en esta oportunidad porque las previsiones del presupuesto del 2023, elaborado en agosto, fueron superadas por el acelerado aumento de las tasas de interés que, a juzgar por la persistencia de la inflación, todavía no ha terminado.
En cambio, la primera modificación acordada dispone ¢10.000 millones para las asociaciones de desarrollo, otros ¢10.000 millones para el programa de vivienda de interés social y ¢9.800 millones para municipalidades encargadas de mantener vías cantonales, además de ¢600 millones para el Ministerio de Cultura y ¢500 millones para el de Obras Públicas y Transportes. Luego, dispusieron ¢26.180 millones para transferencias a la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) y ¢6.400 millones para el Poder Judicial, cuyo presupuesto subió un 2,3% por la creación de tribunales contra la delincuencia organizada.
Si en esos destinos hay programas prioritarios cuyo financiamiento no puede quedar por fuera, los diputados deben buscar los recursos en otros rubros del presupuesto, pero no poner en entredicho la capacidad de atender la deuda pública. Pese a la monumental importancia de esas partidas, sus defensores, aparte de las autoridades de Hacienda, son pocos, algunos por responsabilidad y otros por partidismo. Es mucho más difícil recortar gastos donde hay fuertes intereses, no necesariamente ilegítimos, y grupos organizados listos para protestar. Esos mismos sectores sufrirían las amargas consecuencias de un retroceso de la posición costarricense en los mercados financieros pero, de momento, no lo imaginan.
La comisión está a tiempo de rectificar y emprender la ardua tarea de definir los gastos realmente indispensables y examinar las demás partidas para encontrar los recursos necesarios sin arriesgar un daño mayor para la Hacienda pública y el país en general. Ojalá lo haga.