Una y otra vez, las iniciativas fiscales tropiezan con la misma piedra: las buenas causas, dignas de una exención. Hay tantas y los argumentos para acreditarlas se esgrimen con tanta convicción que, al final, un proyecto como la transformación del impuesto de ventas en uno al valor agregado (IVA) termina hecho un coladero que solo atrapa a quienes siempre han pagado tributos.
Ni siquiera la creación de una tasa especial para los bienes y servicios más difíciles de gravar consigue allanar la oposición. El propio presidente, Luis Guillermo Solís, manifestó desacuerdo con el proyecto planteado por su Ministerio de Hacienda en cuanto grava a los libros, no con el 13 % del IVA general, sino con la tasa diferenciada del 4 %.
El mandatario dice comprender las razones técnicas de los expertos de Hacienda. En síntesis, lo más valioso del IVA es el incremento de la fiscalización. El impuesto es un arma contra la evasión, porque crea una cadena de pago cuyos eslabones se convierten en fiscalizadores del cumplimiento de los demás. El vendedor lo cobra en toda transacción y se reembolsa el impuesto pagado a su proveedor. Para hacerlo, documenta la compra y el fisco se entera de la transacción inicial. Además, el mecanismo crea un rastro para reducir la evasión del impuesto sobre la renta.
Para cumplir cabalmente esa función, la cadena del IVA no debe verse interrumpida. Por eso es mejor gravar con una tasa más baja los bienes y servicios a los cuales se quiere dar trato preferencial. Muchos amamos los libros y podemos entender las inclinaciones bibliófilas del presidente, pero el problema fiscal del país es una cosa bien distinta. Quien entiende las razones de los técnicos de Hacienda para aplicar el IVA a tantos bienes y servicios como sea posible, no puede después dar la vuelta y argumentar en favor de una u otra buena causa, ya no para aplicarle la tasa más baja, sino para exonerarla del todo y comenzar a crear eslabones rotos en la cadena del impuesto.
Si al presidente le gustan los libros, otros piensan más en la salud física y no pueden entender la imposición del IVA a los servicios brindados por los gimnasios. Los defensores del ejercicio podrían escribir tomos enteros sobre las razones para conceder una exoneración. Pensemos, por ejemplo, en el valor preventivo de la actividad física y su potencial de ahorro para el sistema nacional de salud.
¿Y por qué gravar los servicios de streaming? ¿Importa la música más que la literatura? ¿Tractores sin violines? ¿Se justifica gravar los tractores? ¿Y los violines? Así, la lista de buenas causas puede ser extendida hasta el absurdo para anular la utilidad de un impuesto moderno, existente en buena parte del mundo, capaz de ampliar la base impositiva y evitar la evasión.
Pero las exenciones no solo amenazan la utilidad del IVA y su vocación de ampliar la base impositiva. El proyecto de ley para reformar el impuesto sobre la renta ya está lleno, también, de agujeros. Las cooperativas están fuera, aunque el gravamen propuesto solo alcanzaba a las de ahorro y crédito con rentas brutas superiores a ¢685 millones durante el periodo fiscal.
Esas cooperativas son entidades financieras capaces de competir con el sistema bancario nacional. Ninguna relación existe entre ellas y la imagen romántica del campesino doblado sobre el surco u otros pequeños productores asociados a cooperativas agrícolas e industriales. Esas últimas cooperativas atesoran apenas un 10 % del patrimonio acumulado por las de ahorro y crédito y las de seguros. Sin embargo, insistimos en exonerarlas sin estudio previo de la necesidad o utilidad del subsidio a grandes empresas del mercado de capitales. A ese ritmo, la reforma tributaria es una quimera.