Un grupo de 56 connotados economistas, abogados, empresarios y académicos advierte sobre “el riesgo de que la tormenta perfecta, producto de varias crisis simultáneas, lance a todo el país al abismo”. Sus voces se suman a la de Marta Acosta, contralora general de la República, empeñada en hacernos comprender que “el lobo ya llegó” y ningún sector puede eximirse de ayudar a enfrentarlo. El presidente del Banco Central, Rodrigo Cubero, se une al coro y teme “una crisis como la de 1981” si no se logra el acuerdo político necesario para impedir un deterioro mayor de la economía.
La lista de advertencias es larga, pero no incluye a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Su ausencia tampoco extraña. Ya en otras oportunidades expresaron que “los problemas económicos son ajenos” a la Corte, y reivindican su derecho a darse “gustitos” con generosos e intocables salarios y pensiones, y proponen fórmulas mágicas para resolver los problemas fiscales sin sacrificio de su parte, como aumentar “el impuesto directo a las personas jurídicas en un 3 %”, lo cual no da ni para la masa del perico, no importa a cuál “impuesto directo” haga referencia el infundado planteamiento.
La lista de declaraciones demostrativas de la distancia entre la Corte y la realidad es también larga; sin embargo, a fin de cuentas, siempre conduce a la invocación del artículo constitucional que exige 38 votos del Congreso para apartarse del criterio de los magistrados cuando opinan que un proyecto de ley afecta el funcionamiento y organización del Poder Judicial. Lo citaron cuando analizaron el plan fiscal y contra el intento de incluir los servicios de administración de justicia entre los “esenciales” para efectos de la regulación de huelgas. Ahora lo hacen para impedir la aprobación del presupuesto extraordinario, con la reducción del 1 % en los recursos destinados a la Corte.
Tan automático es el argumento que un artículo del exdiputado Otto Guevara, publicado en estas páginas, propone una alternativa a la idea de reducir en un 15 % las jornadas y salarios del sector público porque da por sentado que la Corte se considerará afectada, de forma que la Asamblea necesitará mayoría calificada para aprobar el proyecto.
En suma, sabemos por anticipado la respuesta de los magistrados cuando un proyecto de ley toque sus intereses, no importa si el presupuesto también urge para financiar el programa de bonos proteger o si el recorte del 1 % es necesario a consecuencia de la disminución de ¢1,07 billones en los ingresos del Gobierno Central producto de la pandemia.
La pregunta inevitable es si los magistrados estimaron el efecto sobre el funcionamiento y organización del Poder Judicial de una crisis como la considerada “inminente” por los firmantes de la citada carta. Si el peligro descrito en la misiva como “muy real” se materializa y los efectos se asemejan a los del derrumbe económico de 1981, la indiferencia de los magistrados a “los problemas económicos” los elevará sobre un país con el 54 % de la población por debajo de la línea de pobreza, legiones de jóvenes excluidos de las aulas, servicios de salud deteriorados y un desempleo galopante, en este momento estimado en un 20 % y en franco aumento.
Aprenderían entonces sobre la inserción del Poder Judicial en la realidad económica nacional y quizá sus salarios y pensiones se paguen con papelitos de valor muy disminuido. No se trata de una fantasía, como las expresadas por los magistrados para defender el statu quo. Sucedió en Costa Rica, no hace mucho tiempo, y las muy calificadas advertencias insisten en la posibilidad de que se repita.
Pero visto el “pensamiento” económico de la mayor parte de los magistrados, es evidente que el país deberá hacer frente a la crisis sin contar con ellos. Ojalá los diputados superen, una vez más, el obstáculo interpuesto por la Corte y quede en agenda la necesidad de emprender un debate sobre los alcances de la autonomía invocada por la Corte, una y otra vez, para exigir mayorías legislativas calificadas.