Editorial: Nueva evaluación del desempeño

Hasta ahora, el pago ha sido prácticamente automático y, en consecuencia, inútil como reconocimiento de la buena labor y estímulo para mejorar. La tragedia no es la falta de un sistema de evaluación del desempeño. Lo hemos tenido durante años. El problema es su diseño y la falta de rigurosidad en su aplicación

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Por mandato de ley, el Ministerio de Planificación Nacional y de Política Económica (Mideplán) y la Dirección General de Servicio Civil deben unir esfuerzos para establecer un método de evaluación del desempeño de los funcionarios. La intención es fundar el pago de incentivos en una medición objetiva.

Hasta ahora, el pago ha sido prácticamente automático y, en consecuencia, inútil como reconocimiento de la buena labor y estímulo para mejorar. Si el incentivo se paga a todos, su función se desnaturaliza. A partir de julio, solo los trabajadores calificados como muy buenos o excelentes disfrutarán el beneficio, pero eso no resuelve el problema. Lo hará el cómo se establecen las calificaciones.

En años recientes, los resultados han sido asombrosos. En el 2015, solo 49 funcionarios (0,01 % del total) fueron calificados como “regulares” o “deficientes”. Ese año la administración repartió ¢806.000 millones en incentivos vinculados con el buen desempeño. Nadie con la menor experiencia de nuestra burocracia estaría dispuesto a creer en la sobresaliente bondad del 99,99 % de sus funcionarios.

Tanta credulidad debería fundarse en la aceptación de la excelencia de 24.134 empleados, mientras 8.616 serían reconocidos como “muy buenos”, 759 como “buenos” y solo 41 como “regulares”. Los “deficientes” en todo el aparato de la Administración Pública serían apenas 8. La medición abarcó a 33.558 empleados públicos incorporados al régimen de Servicio Civil cuyos encargados tienen sobradas razones para no creer en tanta perfección.

El año siguiente, la evaluación del Ministerio de Educación Pública (MEP) encontró 4 maestros inaceptables, 18 insuficientes, 1.308 buenos, 1.349 muy buenos y 60.750 excelentes, todo mientras los sindicatos del sector admitían la mala formación de muchos nuevos maestros y culpaban a las “universidades de garaje” por las deficiencias.

Pero la nota, si fuera merecida, se trasladaría a los formadores de tantos portentos de la docencia y las críticas contra las universidades serían un mero capricho. No mienten, sin embargo, las evaluaciones de los conocimientos de los estudiantes, verdaderos damnificados de tanta excelencia fingida. Tampoco llaman a equívocos las fallas constatadas por la ciudadanía en el resto de la Administración Pública.

La tragedia no es la falta de un sistema de evaluación del desempeño. Lo hemos tenido durante años. El problema es su diseño y la falta de rigurosidad en su aplicación. Esa realidad conduce a preguntar si, al fin, la hora de la verdadera evaluación ha llegado y si la práctica se mantendrá y perfeccionará en el futuro. La historia abre espacio al escepticismo, pero la esperanza induce a creer.

La clave está en la incorporación, a la vez, de incentivos para la correcta aplicación del método por los encargados de la medición. En ausencia de una cultura de evaluación y rendición de cuentas, el sistema debe contemplar medios para evitar la desviación, inmediata o gradual, hacia la zona de confort vigente.

Hay 260 tipos de sobresueldos en 189 instituciones estatales, dice la Contraloría General de la República. Solo 7 de ellos dependen de evaluaciones como las descritas, de cualquier manera ineficaces. Solo en la Caja Costarricense de Seguro Social, donde hay razones tan obvias para identificar y premiar el buen desempeño al tiempo que se censura el malo, el país invierte ¢189.000 millones anuales en incentivos, todos incapaces de cumplir el objetivo de premiar a los mejores y estimular el avance de los rezagados.