Editorial: No todos los votos son iguales

Hay una inclinación a confundir la naturaleza del voto parlamentario con la del sufragio universal para defender la falta de transparencia en el Primer Poder de la República. La única similitud entre el sufragio universal y el voto de los diputados es que ambos son mecanismos para la toma de decisiones.

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El sufragio universal, para ser verdaderamente democrático, exige el voto secreto. Las decisiones del Parlamento, para ser realmente democráticas, deben ser adoptadas con publicidad. Existe, sin embargo, la inclinación a confundir la naturaleza de los dos tipos de votación para defender la falta de transparencia en el Primer Poder de la República.

La única similitud entre el sufragio universal y el voto de los diputados es que ambos son mecanismos para la toma de decisiones. Las diferencias comienzan, precisamente, porque uno es universal y el otro solo se concede a los legisladores. Cuando el ciudadano elige gobernantes o decide sobre cuestiones sometidas a referendo, tiene derecho a la más absoluta reserva y la sociedad democrática tiene interés en preservar la libertad de su decisión al punto de prohibirle mostrar la papeleta.

Pero el legislador, cuando vota, lo hace en representación de quienes lo eligieron. Por eso, el mejor interés de la sociedad democrática es la publicidad de esas decisiones. Los ciudadanos tienen derecho a valorar las actuaciones de sus representantes, pero no pueden hacerlo si no las conocen. El secreto de las votaciones parlamentarias se convierte, así, en una limitación al voto de los ciudadanos porque les impone asistir a las urnas con información limitada.

El voto universal y secreto es un pilar de la democracia, pero pierde sentido a falta de otra columna fundamental: el acceso a la información necesaria para decidir, incluida la rendición de cuentas de los gobernantes. Sin duda alguna, a los ciudadanos les interesa saber cómo votan sus representantes porque tienen derecho a juzgar si están bien representados.

Cuando el ciudadano vota para elegir gobernantes o decidir cuestiones sometidas a referendo, lo hace con la única protección del secreto del sufragio. Cuando vota el diputado, cuenta con las inmunidades y los fueros concedidos para salvaguardar la libertad de su manifestación, además de la influencia y poder propios del cargo.

Si a pesar de esas ventajas los diputados albergan temores a la hora de tomar posición sobre asuntos que los ciudadanos debaten sin miedo, pública y libremente, no debieron aspirar a una curul porque se reconocen incapaces de representar a sus electores con independencia y un mínimo de entereza. En Costa Rica, es más probable una represalia violenta contra un juez o un periodista, pero a los primeros les exigimos firmar las sentencias y dictarlas en público. Los segundos acostumbran firmar sus informaciones.

Lo más que podría temer un diputado son consecuencias políticas y esa es, precisamente, la razón por la cual sus votos deben ser públicos. El país tiene derecho a reaccionar políticamente ante las decisiones de un legislador y ningún diputado debe emitir un voto que tema justificar ante sus representados.

Pero el sinsentido del secreto previsto para un puñado de situaciones relacionadas con nombramientos, reconocimientos y censuras es que su defensa serviría, también, para justificar el voto secreto en todas las demás decisiones. Los diputados aprueban leyes controversiales y ejercen el control político. ¿Por qué no habría, también en esos casos, temor a represalias o a revelar el incumplimiento de un compromiso espurio?

Por lo demás, el secreto del sufragio universal es un derecho humano fundamental a tenor del artículo 23, inciso b de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, pero la modalidad del voto parlamentario es asunto de orden interno del Congreso, según reiterada jurisprudencia de la Sala Constitucional: “La escogencia del modelo a seguir (sic) en las votaciones de los diputados corresponde exclusivamente a la Asamblea Legislativa” (sentencia 01311-11).

Cuando la ciudadanía vota, el secreto impide la distorsión de su voluntad mediante la violencia, el ofrecimiento de ventajas y otros vicios. En el Parlamento, el secreto más bien sirve para forjar acuerdos bajo la mesa, incluso a cuenta del erario cuando las promesas consisten en partidas para financiar proyectos de especial interés para algún diputado.

El ordenamiento jurídico no impone el secreto. Por el contrario, para la Constitución, la transparencia es regla. Desafortunadamente, la Asamblea Legislativa se reserva, en su reglamento, la posibilidad de tomar, en secreto, decisiones de enorme trascendencia. Lo hace a riesgo de su prestigio en un país decidido, cada vez más, a exigir transparencia. Ojalá los diputados escuchen ese clamor y erradiquen la opacidad.