Una vez más, integrantes de la Asamblea Legislativa demostraron su peligrosa desconexión de la realidad, incomprensión de instituciones básicas de la vida democrática y claras limitaciones en el razonamiento, todo en aras de preservar el secreto en el procedimiento de elección de magistrados.
Es difícil saber cuál de esas deficiencias resulta más preocupante. La erosión de la confianza en las instituciones democráticas es un fenómeno de nuestros tiempos y su presencia en Costa Rica está demostrada. Todavía hay considerables reservas de apoyo para el sistema, pero han disminuido a lo largo del tiempo. La falta de transparencia, el negociado bajo la mesa o la mera apariencia de transacciones inconfesables profundizan la desconfianza y conducen, como en otros países, a graves manifestaciones antisistema.
El mínimo contacto con la realidad debería convencer a los diputados del peligro de dar la espalda al clamor por la transparencia. Cuando el socialcristiano Erwen Masís confunde ese clamor con presión de los medios y se yergue para anunciar su propósito de resistirla, menosprecia la creciente demanda de la población.
En la realidad paralela del legislador, los medios de comunicación inventaron el tema y los ciudadanos están satisfechos de entregar a los diputados la facultad de negociar, transar y votar en secreto. La elección de los congresistas, a partir de listas generalmente desconocidas por los electores, vendría a ser un cheque en blanco y la rendición de cuentas, una gracia concedida a voluntad.
Cuando anunció su resistencia a la “presión” de los medios, Masís ni siquiera se refirió a las coincidentes exigencias de la ciudadanía. Si reconoce la existencia de esas demandas, las menosprecia. Si no las reconoce, vive en otro planeta, y su distanciamiento de la realidad es peligroso para el régimen democrático.
El legislador debería saberlo luego de la indignación suscitada por el intento de introducir, subrepticia y sorpresivamente, un candidato no examinado por la Comisión de Nombramientos. Solo Masís admitió estar entre los doce participantes en la maniobra. Los demás siguen cobijados por el secreto.
Durante la “reelección” del magistrado Paul Rueda, un diputado aprovechó el secreto para engañar al país manifestando su intención de favorecerla, cuando en verdad votó en contra. Lo sabemos porque solo se concretaron 28 votos a favor de los 29 públicamente comprometidos. Nunca conoceremos la identidad del embustero, pero siempre le agradeceremos haber demostrado, una vez más, la relación entre el secretismo y la jugarreta política. Si ese es el parlamento defendido por Masís, su lectura de la cambiante realidad nacional es muy deficiente.
Por otra parte, cuando el independiente Erick Rodríguez hace un símil entre el secreto del sufragio universal y el voto para elegir magistrados, demuestra una sorprendente incomprensión de la más básica institución democrática. El secreto del sufragio es sagrado y está a salvo, no importa si la transparencia termina por imponerse en el Congreso.
Para comenzar, la Constitución establece el sufragio secreto y universal y, al mismo tiempo, exige la publicidad de los procesos legislativos. Según el artículo 117, la publicidad es la regla general para las sesiones y votaciones. Solo puede haber secreto “por razones muy calificadas y de conveniencia general” si dos terceras partes de los diputados presentes lo acuerdan, excepcionalmente, para el caso concreto, y no de modo general y abstracto para una categoría de situaciones. Esa decisión debe ser razonada y está sujeta a control de constitucionalidad.
Pero la comparación también resulta absurda a la luz de la más simple lógica. Mediante el sufragio universal, se manifiesta el soberano, que a nadie rinde cuentas. En el Congreso, votan sus representantes, obligados a explicarse y a actuar con transparencia. Los electores, por demás, no gozan de las inmunidades y garantías concedidas a los diputados ni se colocan voluntariamente en condición de votar. El sufragio es obligatorio a tenor del artículo 93 de la Constitución. En cambio, nadie está obligado a postularse para ejercer la representación popular.
Por último, cuando el socialcristiano Pedro Muñoz defiende el voto secreto para impedir presiones de la “mafia”, olvida que los jueces elegidos con sigilo deben sentenciar, con publicidad ordenada por ley, a los peores delincuentes. En otros casos, emiten fallos con graves implicaciones para los intereses en juego, muchas veces con afectación del poder político y riesgo de represalias, incluso a manos de los diputados, como estuvo a punto de sucederle a Rueda.
Muchos otros costarricenses brindan servicio público asumiendo riesgos verdaderos, de imposible comparación con el temorcillo de los legisladores a quienes, por lo visto, no se les debería confiar la función de control político, apta para causar el enojo de personajes poderosos, incluido, entre ellos, algún diputado.
El caso más obvio de servicio con riesgo es el de los policías, obligados a identificarse y a actuar de cara a la sociedad. También asumimos riesgos los periodistas al ejercer una profesión esencialmente pública y, lejos de ocultar nuestra identidad cuando difundimos informaciones delicadas, nos enorgullece calzarlas con nuestra firma.
No obstante, si la mafia presiona a los legisladores para elegir magistrados a su conveniencia, también lo hará cuando voten asuntos de otra naturaleza. Ese problema no se resuelve declarando secretas las actuaciones legislativas. Por el contrario, la falta de transparencia crea condiciones para el libre juego de las influencias espurias. Eso está de sobra comprobado.