¿Qué podemos hacer ante el dolor de los demás? Dos cosas. Primero: disociarnos, desidentificarnos de él. Segunda: asociarnos, identificarnos con él. Usted elige.
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La Navidad le ablanda el alma a la gente. Es como si la solidaridad fuese un sentimiento de temporada: comienza la Navidad, ¡ahora sí, se vale ser solidarios, compasivos, generosos! La solidaridad no es un mes del año: es una forma de vincularse con el prójimo. ¿Qué podemos hacer ante el dolor de los demás? Dos cosas. Primero: disociarnos, desidentificarnos de él. Segunda: asociarnos, identificarnos con él. La asociación cordial (de cor: latín por corazón). Hacer nuestro su dolor. Asumirlo. Compartirlo. La commiseratio de Spinoza, la compasión (padecer con) de los budistas, la caritas cristiana. La solidaridad es una manera de concebir la convivencia. Un principio de vida. No tiene un mes en el calendario de los sentimientos: ¡es la base misma de nuestra coexistencia!
¿Cómo nos solidarizamos con los demás? Mediante la imaginación, esto es, la creación de imágenes. Imágenes mentales de su miseria, de su evidente u oculto dolor. La solidaridad es, así pues, una función de la imaginación. El filósofo francés Henri Bergson hablaba de la “empatía imaginativa” para aludir al proceso mediante el cual nos ponemos en la piel del prójimo y contemplamos el mundo desde su punto de vista.
Como cuerdas que vibran por empatía, nuestras sensibilidades vibran al unísono, cuando evocamos las mismas imágenes. Es preciso cultivar la práctica de transmigrar al cuerpo del otro, y formarnos una idea de su infierno, de su dolor, de su miseria. Una idea concebida “desde adentro”. Coincidir con él existencialmente. Ser él, así no fuese más que por espacio de algunos instantes. La experiencia es tan dolorosa, que la vasta mayoría de la gente la evita, y prefiere disociarse, desidentificarse del sufriente.
Establecer una distancia analgésica y prudente con respecto a él. Que su dolor no me toque, no me desequilibre. Que no contamine mi egoísta venturanza. Estos seres no tienen en el mundo otro propósito que la evitación fanática y neurótica del dolor: entre ellos y un cocodrilo no hay diferencia ética alguna.
En su encíclica Sollicitudo Rei Socialis (1987), el papa Juan Pablo II nos dice: “¿Quieren ustedes conocer la madera humana de una persona? Observen cómo hace suyo el dolor del mundo”. Es a ese “hacer suyo” al que nos referimos. Tal es el humus en el que hunde sus raíces la verdadera solidaridad.
Un sentimiento estructurante de la vida en comunidad, no un breve enternecimiento navideño. Hemos de procurar pasar por la vida con esa misma apertura al dolor ajeno que nos permitimos, a modo de excepción, durante el mes de diciembre, y luego cancelamos durante el resto del año.
Un paradigma tomado de una novela —una gran novela—, basada en una experiencia de la vida real: La condición humana, de André Malraux. Tres combatientes han caído en manos de sus enemigos. Serán torturados hasta la muerte. El suplicio será perverso y demorado tanto cuanto sea posible.
Uno de ellos tiene dos ampollas de cianuro con las cuales puede infligirles una muerte instantánea e indolora a otros tantos compañeros. Pues bien, ¿qué hace este hombre? Les regala a sus correligionarios en desgracia sus dos ampollas, y se condena a sí mismo a la muerte por tortura. Vemos aquí cómo aun la muerte puede ser un gesto de dación, de generosidad suprema.
Si la solidaridad no es una manera de vivir, una actitud permanente, la base de nuestra vinculación con los demás, entonces no es nada.
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