La Alianza Cívica Nicaragüense, el Vaticano y la Organización de Estados Americanos (OEA) comprometieron al régimen de Daniel Ortega a liberar a los presos políticos y, con eso, adquirieron la obligación de denunciar las maniobras del régimen para dar apenas una apariencia de cumplimiento.
La dictadura los ha estado dejando salir de la cárcel, pero no los ha liberado si por eso entendemos el respeto a sus derechos civiles y humanos fundamentales. Sobre ellos pesa, como sobre los demás nicaragüenses, la amenaza de nuevos abusos si ejercen esos derechos, en especial, la libre expresión y la participación política en todas sus formas.
Las puertas de las cárceles, como señalamos en un editorial reciente, no se están abriendo para dejar salir a personas cuya inocencia quedó acreditada de conformidad con la ley, absueltas en forma definitiva de participar en una intentona de golpe de Estado cuando su única falta fue manifestarse contra los excesos del gobernante e informar a sus conciudadanos. Por el contrario, se les devuelve a sus hogares como culpables amnistiados cuya libertad está bajo condición de no volver a incurrir en las mismas conductas, que nada tienen de ilícitas.
Si el fin del presidio no asegura el porvenir de los excarcelados, la ley de amnistía aprobada por la espuria mayoría legislativa del régimen deja caer una lápida sobre el pasado de funcionarios y adeptos del gobierno. No sabemos si los expresos políticos conservarán su libertad, pero los crímenes cometidos por la dictadura, incluidos unos 300 asesinatos, no serán juzgados mientras subsista la nueva ley.
En suma, Ortega reprimió los impulsos de libertad de los nicaragüenses a fuerza de sangre y cárcel. Al mismo tiempo, adquirió rehenes para utilizarlos como fichas de negociación política y, ahora, se presenta dispuesto a cumplir los acuerdos con la Alianza Cívica, el Vaticano y la OEA. Al impulso de la falsa reconciliación, cuya fachada es la libertad de quienes jamás debieron ser encarcelados, el régimen perdona los verdaderos crímenes cometidos por sus partidarios, la Policía y los paramilitares. Todo esto sin dejar de exigir silencio a quienes tienen derecho a manifestarse y sin levantar las restricciones impuestas a las libertades cívicas a partir de las protestas de abril del 2018.
La distorsión maquiavélica de los fines y el espíritu del acuerdo no podría ser más repugnante. Para mayor preocupación, se proyecta sobre futuros intentos de resolver la crisis política nicaragüense. Si la credibilidad de Ortega estaba irremediablemente lesionada antes de las protestas, la prolongación de la represión mediante la amnistía no deja duda sobre la cautela necesaria para toda aproximación futura.
Es difícil pensar en la subsistencia del régimen por mucho tiempo. Nicaragua se liberará de sus opresores, pero las últimas maniobras del gobierno complican el camino y siembran temibles peligros. Las protestas cívicas volverán aunque el gobierno ya demostró su indiferencia ante los límites impuestos por la ley y la decencia.
La OEA y el Vaticano tienen ahora la responsabilidad de denunciar la insatisfacción con la amnistía y de acompañar al pueblo nicaragüense a lo largo de su difícil camino. Lo mismo debe hacer el resto de la comunidad democrática internacional. Luego de la última jugarreta de Ortega, no hay justificación posible para el silencio.