Marco Vargas, director de la Unidad de Trauma del Hospital Nacional de Niños, es un hombre sensible y, por eso, valiente. Si no lo distinguiera el valor, su demostrada compasión le dificultaría desempeñarse en un cargo donde es testigo, cada año, de al menos dos muertes infantiles por maltrato de progenitores y custodios. Al dolor de la muerte se suma el sufrimiento de incontables sobrevivientes, marcados para toda la vida por las secuelas emocionales de la agresión, cuando no por una discapacidad física.
Vargas y el resto del personal médico y de enfermería sobrellevan la vecindad de sufrimientos tan intensos, pero los 18 años al frente de la Unidad de Trauma no le han restado un ápice a su capacidad de indignarse. Expresa el repudio sin disimular la ira. “Me da asco, el más profundo. Vomito lo hediondo y negro de conocer el lado más brutal, sucio y depravado del ser humano”, manifiesta tajante.
Para este editorial, adoptamos su lenguaje. Los victimarios, dice el médico, no merecen ser llamados “padre” y “madre”. Son progenitores, una mera categoría biológica. Tiene razón. Si la paternidad estuviera presente, la Unidad de Trauma vería menos lesiones intencionadas.
La última de las 37 víctimas mortales inscritas en la memoria del Dr. Vargas es una niña turrialbeña, conocida como “M” y fallecida el 10 de diciembre. Había sufrido una golpiza brutal. “Sus piernas, hechas para jugar y correr detrás de flores y mariposas, habían sido rotas y su piel llena de moretes no dejaba espacio para imaginar algo diferente a que esas piernitas fueron requeridas para huir, huir del miedo, del dolor y de la muerte”, escribió el médico poco después del fallecimiento.
“¿Qué hiciste para morir sola, en medio de una sala de cuidados intensivos?”, preguntó el profesional. Vargas conoce la respuesta, en la mayoría de los casos. A los niños se les maltrata por el solo hecho de llorar. Con frecuencia, los torturadores son causa del llanto al cual quieren poner fin con brutalidad.
El médico recuerda el caso de un niño puntarenense, inspirador de un ensayo de la Dra. Fabiola Chacón. El pequeño deambulaba desnudo en busca de comida en los basureros, ante la mirada indiferente del vecindario. Cuando lloraba de hambre, le pegaban. La culpable directa de su sufrimiento fue la progenitora, pero la comunidad circundante no puede eximirse de responsabilidad. Por eso la carta de Vargas a “M” es para pedirle perdón por la asistencia tardía y las omisiones de la sociedad.
En la Unidad de Trauma, los médicos atienden niños a quienes les apagan cigarros en los ojos, les meten agujas en el cuerpo antes de cumplir un mes o los sientan en el disco de la cocina, a fuego vivo. Vargas no olvida a un niño de seis meses con 43 mordiscos en el cuerpo. Los agresores intentan no traspasar el umbral de la muerte, pero fallan. Con frecuencia, el intento de disimular tampoco tiene éxito. Si el escándalo de la agresión no desencadena una denuncia oportuna y la intervención de las autoridades, es por complicidad de quienes ven y escuchan, pero escogen callar.
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Es preciso modificar esa conducta. La muerte de “M” debería ser punto de partida de una campaña contra la indiferencia, más que contra la agresión. Al agresor es difícil convencerlo, pero una llamada telefónica de un vecino, en un país donde la telefonía móvil alcanza todos los rincones, puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte o poner fin a un largo martirio. Desgraciadamente, no faltan imágenes para acompañar el mensaje si los expertos en comunicación estimaran necesario presentar prueba gráfica del dolor más injustificable.