En muchos países, especialmente los del vecindario, el oficial de tránsito habría retrocedido de inmediato para deshacerse en disculpas. En el nuestro no, y eso es motivo de orgullo. Menos edificante fue la conducta de la diputada Marolin Azofeifa cuando pretendió librarse de una multa en razón de su cargo.
El oficial de tránsito demostró confianza en el imperio de la ley y las normas de la convivencia democrática. La legisladora hizo exactamente lo contrario, y pretendió elevarse por encima de sus conciudadanos. El contraste no debe pasar inadvertido. El país necesita, en todos los niveles, más funcionarios como el policía y menos como la diputada.
El conductor de la legisladora irrespetó una señal de alto y siguió su camino cuando los oficiales intentaron detenerlo. Un policía se le adelantó e interpuso su motocicleta para impedirle el paso. Con toda cortesía, el oficial explicó las razones de la detención y la multa, pero la diputada preguntó si no vio la placa de la Asamblea Legislativa en la parte baja del parabrisas. Como el oficial no cambió de opinión, la legisladora se identificó, alegó inmunidad parlamentaria y advirtió sobre la posibilidad de acudir a los tribunales.
«Soy la diputada Marolin Azofeifa. Quiero que sepa que el artículo 110 de la Constitución Política le da el fuero a la persona que va, y me cubre a mí y me maneja a mí, porque en este vehículo voy yo. Eso, ojalá usted lo sepa y, en los tribunales de justicia, usted y yo nos vamos a ver», dice la legisladora.
Azofeifa se cree amparada por la inmunidad parlamentaria frente a una multa de tránsito y parece convencida de que su presencia irradia el fuero a quienes la acompañen. El policía le explicó por qué la inmunidad no es aplicable al caso y llenó la boleta de multa por ¢221.458.
Hasta ese punto, la institucionalidad democrática costarricense salió bien librada. Luego, más bien, se fortaleció cuando la legisladora, bajo presión de la opinión pública, se vio obligada a pedir disculpas. El caso sería para estudio en clases de Cívica salvo por la inexistencia de un mecanismo para sancionar abusos de los legisladores.
En otros países hay comités de ética en el propio parlamento para llamar a cuentas a sus miembros. En el nuestro, no cabe duda, debería existir, no solo por razones de salud institucional, sino también por respeto a los compromisos internacionales recogidos por la Sala Constitucional en su sentencia del 2010, en la cual solicita al Congreso reformar su reglamento para incorporar sanciones administrativas contra los diputados que cometan faltas a sus deberes éticos.
«Ha quedado demostrado que el derecho internacional le impone al Estado de Costa Rica el deber de garantizar el principio de probidad en el ejercicio de la función pública. No obstante, por una omisión constitucional, a los diputados no se les puede sancionar cuando, en el ejercicio de su cargo, violan dicho principio; a diferencia de lo que ocurre con todos los otros funcionarios... quienes sí están sujetos a sanciones específicas. Lo anterior constituye un claro incumplimiento de una obligación que imponen los tratados internacionales al Estado de Costa Rica a causa de una omisión constitucional», afirmó la Sala.
Es hora de enmendar la falta. En el 2018, los legisladores dieron un paso en la dirección correcta cuando reformaron el artículo 112 de la Constitución Política para permitir la imposición de sanciones; sin embargo, todavía no existe una ley para concretar ese mandato. El régimen disciplinario es una necesidad sentida. Ojalá los diputados lo comprendan y la satisfagan.