Editorial: Juicios eternos

Una niña de ocho años, presunta víctima de abuso sexual, recurrió a la Sala Constitucional para exigir su derecho a la justicia pronta y cumplida, pues, debido a la huelga del 2018, el juicio previsto para febrero fue aplazado para setiembre del 2020.

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Una niña de ocho años recurrió a la Sala Constitucional para exigir su derecho a la justicia pronta y cumplida. El caso es una dramática demostración de la mora en la administración de justicia y sus perjudiciales efectos sobre las víctimas. Cuando tenía cinco años, sufrió abuso sexual por parte de un pastor, casado con su abuela paterna, según la denuncia planteada en el 2016, poco después de sucedidos los hechos.

El caso habría llegado a juicio en febrero de este año, pero la huelga del 2018 obligó a reorganizar la agenda del tribunal encargado y la audiencia fue aplazada para setiembre del 2020. Ahora, la Sala Constitucional exigió la celebración del juicio dentro de los tres meses siguientes a la notificación de la resolución del recurso de amparo, manuscrito por la niña en una hoja de cuaderno.

La función judicial es elemento esencial del sistema democrático. Su tardanza frustra las aspiraciones de la ciudadanía y, en la jurisdicción penal, produce impunidad. Las pruebas se deterioran con el tiempo y el interés de las partes sufre desgaste, pero no es menos grave la prolongación de la angustia de las víctimas.

Tres años de espera no son un plazo razonable para obtener una sentencia en casi cualquier caso, pero, tratándose de abusos sexuales contra una víctima de tan corta edad, la demora es cruel. La niña ha tenido tiempo de comprender mejor lo sucedido, relata su madre, y también dice ser blanco de burlas del victimario.

En el recurso, se manifestó dispuesta a comparecer ante los magistrados para explicarles su “terrible” espera y se queja del cambio de fecha ejecutado por “cosas que las víctimas” no deben “soportar”. La Sala estuvo de acuerdo, por lo menos cuando se trata de víctimas infantiles.

El plazo fijado para el debate tras la reestructuración de la agenda del tribunal “resulta evidentemente excesivo y desproporcionado, y constituye una grosera lesión al derecho fundamental a una justicia pronta, cumplida y sin denegación”, dijeron los magistrados.

También reprocharon la falta de consideración para la vulnerabilidad de la menor, pese a la diversidad de leyes y declaraciones que “consagran el interés superior de los niños como principio general de derecho”. En consecuencia, además de exigir el adelantamiento de la fecha, dieron seis meses a la Secretaría Técnica de Género del Poder Judicial para crear indicadores de la prioridad concedida en los procesos penales al interés de la niñez.

La distinción hecha en favor de la niñez es justa sin lugar a dudas, pero tampoco los adultos deben sufrir la angustia de procesos dilatados cuya culminación, frecuentemente, se aparta de los mejores propósitos. Hay múltiples razones para establecer prioridades. La juventud de las víctimas es una de capital importancia, pero, en general, los procesos relacionados con delitos sexuales implican una revictimización, tanto más cuando son demasiado prolongados.

Señaladas esas y otras razones para resolver determinados casos con más celeridad, es preciso insistir en el mandato de ofrecer a todos justicia pronta y cumplida, recogido en el artículo 41 de la Constitución. En Costa Rica, pocas veces lo logramos. Por eso, es particularmente lamentable la prolongación adicional de los procesos a causa de huelgas y protestas. Lo mismo podremos decir si la Corte Suprema de Justicia recorta el gasto en inversiones para mantener los privilegios que tanto defiende y, en consecuencia, los juicios se extienden por falta de recursos materiales indispensables para celebrarlos. La administración de justicia es una actividad fundamental, si funciona.