Editorial: Jornadas flexibles

La flexibilización de horarios es una forma de impulsar la producción y el empleo sin aumentar los riesgos sanitarios .

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Entre las lecciones de la pandemia está la eficacia del teletrabajo. El debate en todo el mundo no es acerca de su permanencia cuando recobremos la normalidad, sino sobre su dosificación y pertinencia en actividades hasta ahora juzgadas menos propensas a adoptarlo.

La discusión procura dilucidar si el planteamiento ideal consiste en combinar días en la oficina con otros de teletrabajo a fin de aprovechar las ventajas de las dos modalidades y minimizar las desventajas de cada una.

Las horas de trabajo en la oficina se prestan para colaborar, intercambiar ideas e innovar en equipo, mientras el teletrabajo favorece la concentración individual. La mezcla podría impulsar la productividad y muchas empresas lo están experimentando.

El temor al cambio ha cedido terreno como consecuencia de la emergencia sanitaria. Quienes no creían posible desempeñar sus ocupaciones de forma remota se han dado cuenta de nuevas posibilidades.

Probablemente el futuro inmediato combine las dos modalidades, pero hay pocas dudas de la permanencia del teletrabajo después de la covid-19 y de su ampliación según pase el tiempo.

La producción desde la casa es consecuencia de cambios tecnológicos; sin embargo, hay factores sociales que también alteran el trabajo como lo conocíamos.

No hace mucho, apenas se percibía la necesidad de abrir guarderías para facilitar la incorporación de la mujer a la fuerza laboral.

Ahora, la conveniencia de proveer medios para que las mujeres se alivien de sus roles tradicionales para trabajar fuera del hogar no admite discusión, por razones de equidad y, también, de productividad.

Las mujeres encabezan el 40 % de los hogares y ejercen solas la jefatura en el 30 % de ellos.

Al mismo tiempo, el 47 % de los hogares por debajo de la línea de pobreza están a cargo de una mujer, en buena medida por las barreras de ingreso al mercado laboral, comenzando por la atención de otras personas, especialmente los niños.

No obstante, la esperanza del desarrollo futuro está en la incorporación de la mujer al trabajo fuera del hogar. El bono demográfico se agotó y solo queda el bono de género para venir en auxilio de la fuerza laboral en países envejecidos, como el nuestro.

La participación masculina como mano de obra está cerca del límite, pero la de las mujeres podría aumentar en unos 30 puntos porcentuales. Esa es la esperanza para incrementar la producción, los ingresos tributarios y sostener la seguridad social y las pensiones.

Valgan los dos ejemplos, el tecnológico y el social, para evidenciar el contraste entre la evolución del entorno laboral y el inmovilismo de las jornadas establecidas por ley para otro momento.

La flexibilidad de horarios, sin afectar los límites impuestos a las jornadas en términos generales, es una necesidad para organizar mejor la producción y la prestación de servicios mientras se abren opciones para los trabajadores.

El país lo viene considerando desde hace años y el gobierno está comprometido con la idea, pero la urgencia es mucha en plena pandemia.

El horario escalonado de ingreso a los centros de trabajo para disminuir la aglomeración a una hora determinada, la posibilidad de aprovechar mejor los recursos humanos sin concentrarlos en un solo lugar —porque conlleva un alto riesgo de contagio— y el uso racional y espaciado del transporte público, en lugar de movilizarse todos los trabajadores a la misma hora, son ventajas que no debemos negarnos por razones económicas y de salud, que a la postre son lo mismo.

La economía no va a despegar si no cuidamos la salud, pero, sin actividad económica, la pobreza hace estragos. La flexibilización de horarios es una forma de impulsar la producción sin aumentar los riesgos sanitarios.

Ojalá la Asamblea Legislativa se aboque a plasmar en una ley lo que podría ser la segunda gran lección del coronavirus en el ámbito laboral.