Editorial: Johnson contra la democracia británica

Sus ímpetus de un ‘brexit’ sin acuerdo han sido frenados, pero persisten muchos riesgos más.

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Pocas semanas después de convertirse en primer ministro británico por decisión de apenas 92.153 miembros de su Partido Conservador, Boris Johnson pidió a la reina Isabel II suspender las actividades del Parlamento por cinco semanas, a más tardar a partir del 12 de setiembre. Su decisión, seriamente cuestionada, pretendía reducir al mínimo el tiempo de los diputados para decidir cómo proceder al retiro del Reino Unido de la Unión Europea, cuyo plazo es el 31 de octubre, y asumir, así, el control total del proceso. Pero la maniobra, dichosamente, fracasó de forma estrepitosa y condujo a tres derrotas en serie al impetuoso Johnson, gracias a las cuales el riesgo de un traumático retiro sin acuerdo ha podido evitarse, por ahora.

Durante los pocos días de los que disponían antes de entrar en su receso forzado, los parlamentarios tomaron el control de la agenda legislativa el 3 de setiembre. El 4 aprobaron una ley para impedir un brexit no negociado, como había amenazado Johnson. Más aún, el 9 rechazaron su pedido de convocar elecciones para mediados de octubre, con lo cual el primer ministro pretendía, en la eventualidad de lograr mayoría, imponer sus decisiones fácilmente.

A pesar del freno a los peores ímpetus de Johnson, sus iniciativas y acciones han exacerbado la crisis política del país, seria desde mucho antes, e incluso han debilitado preceptos constitucionales no escritos, sobre los que descansa el ejercicio democrático del país desde hace tres siglos. El daño para la democracia británica ha sido evidente y podría empeorar aún más si Johnson y sus aliados insisten en la campaña para deslegitimar al Parlamento, los tribunales y hasta el legendario servicio civil ante los electores, como forma de ganar apoyo en una elección adelantada, aunque en fecha posterior a la que deseaban.

Desafortunadamente, los dos partidos tradicionales del Reino Unido —Conservador y Laborista— padecen severas crisis internas y el Liberal Demócrata, tercero y más sensato, aún no parece contar con apoyo suficiente para ganar una elección, aunque sí para ser el fiel de la balanza dada la posibilidad de que ni conservadores ni laboristas alcancen mayoría absoluta. Según las últimas encuestas, los primeros, totalmente divididos en torno a la modalidad del brexit, se mantienen a la cabeza de las preferencias, con alrededor del 30 %. Los laboristas padecen un líder de extrema izquierda, Jeremy Corbyn, rechazado por muchos de sus diputados y la mayoría del electorado; esto los coloca entre 5 y 10 puntos detrás. Los liberales demócratas, contrarios al retiro de la Unión Europea, han venido ganando terrero, lo cual es una buena noticia; la mala es que no es posible sacar de la ecuación al llamado Partido del Brexit, del radical Nigel Farage, que quedó de primero en las elecciones al Parlamento Europeo, aunque de cara a las nacionales tiene mucho menos apoyo.

Lo anterior quiere decir que, a pesar de su prepotencia, fracasos en el Parlamento, divisionismo y desdén por las formas democráticas, la derrota de Johnson en unas próximas elecciones no puede darse por segura. El gran problema es que las otras opciones están severamente debilitadas, fragmentadas y en conflicto entre ellas. Es decir, existe el riesgo de que, en nuevos comicios, y debido a una campaña populista destinada a generar polarización y exacerbar los instintos más primarios del electorado, consolide su mandato.

En consecuencia, la fijación de la fecha para las elecciones adelantadas, casi inevitables, resulta clave. Si al menos tuvieran lugar después de un acuerdo para ejecutar el brexit, se neutralizarían los riesgos en este ámbito. Pero seguirán pendientes otros dos de enorme calado: la posibilidad de que Johnson renueve su mandato por varios años y la funcionalidad y legitimidad misma de la democracia del Reino Unido. El futuro es aún sumamente turbio.