El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador (conocido como AMLO), no es amigo de las instituciones independientes, con capacidad para manejarse al margen de sus interferencias. Tampoco simpatiza con los pesos, contrapesos y transparencia que deben prevalecer en una democracia. Su orientación política, que probablemente formó durante casi tres décadas de militancia en el entonces hegemónico Partido Revolucionario Institucional (PRI), es vertical, personalista y voluntarista. Así ha actuado durante los cuatro años que lleva en la presidencia (se cumplirán el jueves). Y nada indica que cambiará en los dos que le restan; al contrario.
En el 2018 obtuvo un sólido triunfo electoral asentado en tres grandes promesas: combatir la corrupción, frenar la inseguridad y disminuir la pobreza y desigualdad. En las tres, su desempeño ha sido, por decir lo menos, muy pobre.
Al debilitar las instituciones de control y el Poder Judicial, redujo la capacidad del Estado para enfrentar la corrupción, con denuncias que incluso alcanzan a uno de sus hijos. Para afrontar la creciente violencia criminal y el narcotráfico, su receta —hasta ahora fallida— es transferir funciones a los militares, lo cual reduce la transparencia y capacidad de control civil sobre tareas típicamente policiales. Y, si bien dedica crecientes fondos a combatir la pobreza, los programas siguen un patrón clientelista, que explica, en parte, la alta aprobación que mantiene: del 59%, según encuestas recientes.
Además, se ha dedicado a desprestigiar a la oposición y múltiples organizaciones de la sociedad civil. Ataca a los medios independientes y manipula la publicidad estatal en ellos. Aparte de involucrarlo peligrosamente en la seguridad ciudadana, otorga al Ejército la construcción de un tren turístico, la administración de puertos y un nuevo aeropuerto capitalino, además de otras funciones económicas. Y su política energética se asienta en fortalecer a la cuasi monopólica empresa estatal Pemex, donde el Ejecutivo ejerce enorme control, y en un intensivo uso de hidrocarburos para generar electricidad.
A esta cadena de iniciativas, con el rasgo común del debilitamiento institucional, se añadió recientemente otra que toca la esencia del juego democrático. Se trata de un proyecto de reforma constitucional que pretende debilitar la institución que organiza las elecciones, reducir su financiamiento y el de los partidos, recortar el tiempo de campaña y recomponer el Senado y la Cámara de Representantes.
Lo que más preocupa de este plan es el ataque a la independencia del Instituto Nacional Electoral (INE), institución que desde 1996, cuando fue creada como Instituto Federal Electoral (IFE), organiza las elecciones y garantiza la pureza y confianza en procesos que antes eran manipulados por el PRI y las autoridades ejecutivas de turno.
Si no existiera el INE, difícilmente el propio López Obrador habría alcanzado la presidencia. Ahora, sin embargo, impulsa modificar su composición para que, en lugar de que su Consejo General esté constituido por 11 miembros de la sociedad civil avalados por los partidos políticos, sean 7, propuestos por los tres poderes de la República y elegidos en votación popular. Es una receta para politizar y manipular una entidad esencial que goza de un 89% de opiniones positivas. Y a ello se suma eliminar los organismos electorales estatales y reducir de 500 a 300 y de 128 a 96 el número de diputados y senadores, respectivamente.
Tras multitudinarias manifestaciones contra la pretendida reforma constitucional, el domingo 13 de noviembre, en varias ciudades del país, la reacción de AMLO fue desconocer su legitimidad y atacar frontalmente a sus organizadores y los principales partidos de oposición. Como es típico de su discurso, a todos ellos los acusa de promover intereses contrarios a los del pueblo, cuando, en realidad, se trata de legítimas preocupaciones (o alarma) por la integridad democrática de México.
Dichosamente, hasta el mismo presidente reconoce que carece de los votos necesarios para impulsar las reformas constitucionales. A la vez, sin embargo, dice que optará por cambios puntuales en leyes, destinados al mismo fin. Difícilmente lo logrará, pero es un hecho que, por esta vía, reactivará una de sus principales estrategias populistas: mantener la crispación social y política, y presentarse como abanderado del ahorro. Pero, sobre todo, tratará de que la atención se desvíe de los enormes problemas de corrupción, clientelismo, inseguridad, poco crecimiento y pobreza que afectan al conjunto de los mexicanos y en los cuales ha fallado.