El Tercer informe del estado de la justicia confirma la impunidad de los delitos de corrupción en la función pública. Decimos “confirma” porque estudios anteriores alertaban del fenómeno, así como la percepción generalizada. El contraste entre el número de condenas y la experiencia de los ciudadanos no podría ser mayor.
En muchas ocasiones, las razones de la impunidad son similares a las de otros delitos sin castigo. No obstante, el cohecho, la concusión y el tráfico de influencias, entre otros ilícitos de la categoría, plantean problemas probatorios específicos. La dificultad de conseguir una condena es tan grande como generalizado el daño causado por este tipo de delitos.
Uno de los principales enemigos de la justicia, en esta y otras materias, es el tiempo. Según el informe, 31 de los 370 expedientes estudiados culminaron con declaratorias de prescripción, pero esa no es la única forma como el transcurso del tiempo se alía con la impunidad.
Los testigos desaparecen, las pruebas se degradan y las memorias fallan para complicar aún más los desafíos probatorios. El trámite de los 370 expedientes revisados tardó, en promedio, 758 días, es decir, unos 25 meses. Uno de cada diez casos superó 2.547 días de tramitación y, al final, nueve de cada diez no llegaron a la etapa de juicio.
En su mayoría, los 370 expedientes recogen hechos vinculados con funcionarios de los ministerios de Seguridad Pública (MSP) y Obras Públicas y Transportes (MOPT), donde funciona la Dirección General de Tránsito.
A nadie sorprenderá la amplia representación de las fuerzas policiales, como tampoco la de los gobiernos locales.
La cuarta parte de los imputados son empleados municipales. "En concreto, hay 40 municipalidades incluidas en 93 expedientes, cada una de ellas con uno o dos casos”, dice el informe.
Sin embargo, la dificultad para establecer responsabilidades y la exagerada duración de los procesos (así como su ineficacia) también afectan los grandes casos de corrupción, cuya visibilidad es mayor gracias a la labor de la prensa. Interminables procesos, como los de la trocha y el cemento, llegan a perderse de vista entre la niebla del tiempo.
Ni la creación de una fiscalía especializada ni la aprobación de leyes específicas, como la Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito en la Función Pública, han puesto fin al fenómeno.
La figura del tráfico de influencias, a menudo debatida en los casos a gran escala, todavía no produjo una condena pese a sus 16 años de vigencia. Ese resultado es un chocante contraste con la percepción de los ciudadanos.
Entre la corrupción real y la percibida, hay una enorme diferencia. No sabemos cuál excede a la otra, y posiblemente la percepción sea exagerada, pero creer que no ha habido un solo hecho merecedor de sanción en tanto tiempo desafía al sentido común, como también las 12 sentencias condenatorias del total de 370 expedientes cerrados en el 2017 y examinados por el estado de la justicia.
La situación merece un análisis detallado en procura de soluciones específicas. Si bien una parte de la impunidad obedece a la mora judicial y otros problemas comunes en todo el sistema de administración de justicia, las dificultades particulares de las denuncias de corrupción exigen cuidadosa revisión para corregir lagunas legales cuando existan, como sería con respecto a la figura del tráfico de influencias o deshacer los cuellos de botella procesales, por ejemplo, la duración de los trámites entre la recepción de una denuncia y la acusación correspondiente.
El problema exige ese cuidado porque los efectos de la corrupción, amén de devastadores para la moral y la confianza en las instituciones, repercuten con fuerza en la economía y el desarrollo.
En el Banco Mundial, los estudios del premio Nobel Joseph Stiglitz demostraron vínculos sistemáticos entre la corrupción y el crecimiento económico.
Así, se zanjó el debate entre quienes la consideraban un tema político, extraño a las funciones del Banco, y quienes, como Stiglitz, insistían en describirla como un fenómeno económico.