Editorial: Idoneidad de las magistraturas

En los altos estrados de la Corte, no debería haber espacio para posiciones distanciadas de los valores esenciales de la vida democrática.

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Cuando un magistrado critica la reforma a las pensiones de lujo argumentando el estímulo proporcionado al comercio por sus “gustitos”, tenemos derecho a temer por la administración de justicia, no solo porque en la cúpula del Poder Judicial haya jueces peligrosamente desvinculados de la realidad nacional, sino por la distancia entre la afirmación y el razonamiento lógico.

Los jueces tienen la función de integrar el derecho, llenar sus lagunas, valorar la prueba según las reglas de la sana crítica y aplicar las normas al caso concreto. Cada una de esas tareas es un ejercicio de lógica, pero no hay lógica alguna en el empleo de la afirmación “mientras menos recibimos, menos aportamos al comercio” para justificar las abultadas jubilaciones.

Si el dominio de la lógica, o su ausencia, no nos acompañara a todas partes, podríamos estar más tranquilos, pero hechas las salvedades específicas de la lógica jurídica, las operaciones intelectuales son las mismas cuando se dicta sentencia y cuando se argumenta a favor de cualquier causa, incluidas las jubilaciones. Los argumentos absurdos en un caso hacen temer por la solidez de los razonamientos en el otro.

No obstante, los motivos de preocupación son todavía mayores cuando el magistrado demuestra incomprensión de los derechos humanos y los postulados básicos del régimen democrático, como sucedió cuando la Corte Plena examinó las fugas de información de la policía judicial. La solución, afirmó una magistrada, es reformar la Ley sobre registro, secuestro y examen de documentos privados e intervención de las comunicaciones para permitir la intervención de los teléfonos de los periodistas.

No puede haber temor a semejante reforma. Es absurda y contraria a principios básicos del derecho. No se sostendría frente a la jurisprudencia de la Sala Constitucional y tampoco en la jurisdicción interamericana. Los diputados seguramente lo notarían antes de darle trámite y es inconcebible que la Corte vaya a plantearlo. El escándalo internacional, avivado por las organizaciones protectoras de los derechos humanos, sería insoportable para un país como el nuestro, beneficiario de su reputación democrática.

Pero en los altos estrados de la Corte no debería haber espacio para posiciones tan distanciadas de los valores esenciales de la vida democrática. Cuando el legislador redactó el artículo 9 de la citada ley, se cuidó de incluir únicamente los crímenes más graves. La lesión del secreto de las comunicaciones, consagrado como derecho fundamental por la Constitución Política, no puede ser consentida para satisfacer cualquier ocurrencia. Los principios de razonabilidad y proporcionalidad lo impiden.

La reforma propuesta por la magistrada añadiría a los periodistas a un catálogo compuesto por los involucrados en secuestro extorsivo, corrupción agravada, proxenetismo agravado, fabricación o producción de pornografía, tráfico de personas y tráfico de personas para comercializar sus órganos, homicidio calificado, genocidio, terrorismo y los delitos previstos en la ley sobre estupefacientes. ¡Nadie más!

Hay mejores razones para intervenir los teléfonos de jueces y fiscales cuando surge la posibilidad de delitos que afectan la administración de justicia, pero eso no lo sugirió la magistrada ni sería sensato hacerlo. El caso de los periodistas es mucho más grave porque, además de violar el secreto de las comunicaciones, lesiona las libertades de expresión y prensa. La jurisprudencia y doctrina sobre derechos humanos no deja duda de la relación entre esas libertades y el secreto de las fuentes. El Tribunal Europeo lo estableció con singular claridad: “La protección de las fuentes periodísticas es piedra angular de la libertad de prensa” (Goodwin vs. Reino Unido). Se trata de un aspecto integral del primer elemento del núcleo del derecho reconocido por el artículo 13 de la Convención Americana: “Buscar, difundir y recibir informaciones e ideas de toda índole”.

La magistrada Nancy Hernández, de la Sala Constitucional, manifestó su desacuerdo con la propuesta de su colega ofreciendo una solución adoptada en 1971 por la Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos: “Si tenemos fuga de información, debemos investigar a nuestros funcionarios, no a los periodistas ni a las fuentes de los periodistas”. Eso mismo dijeron los magistrados norteamericanos cuando se les pidió frenar la publicación de secretos de Estado sobre la guerra de Vietnam. El deber de guardar la confidencialidad es de los funcionarios. La prensa más bien tiene la obligación de divulgar cuanto llegue a su conocimiento (New York Times Co. vs. Estados Unidos).

En cualquier caso, si se sospecha de una ilícita fuga de información, sería más útil y justificable intervenir los teléfonos de las autoridades porque el periodista no comete infracción cuando escucha a sus fuentes, no importa cuán delicadas sean las revelaciones. En suma, la magistrada propone intervenir el teléfono del inocente, no del posible infractor.

Hay razones para preguntar si el proceso político de elección de magistrados está produciendo los mejores resultados. El “interés público” invocado para justificar la intervención de las comunicaciones de los periodistas palidece frente al interés público en preservar la privacidad de las comunicaciones y las libertades de prensa y expresión (incluido el derecho de la ciudadanía a ser informada). Pero también hay un interés público fundamental en la integración de la magistratura con personas idóneas. Ojalá los diputados lo tomaran en cuenta al elegir magistrados o consentir su permanencia en el cargo.