Un grupo de diputados pide aplazar la entrada en vigor del matrimonio igualitario por tiempo indefinido. En concreto, solicita a la Sala Constitucional, como mínimo, un nuevo plazo de año y medio, contado desde la finalización de los efectos de la pandemia. Es un punto de partida incierto. Los “efectos” estarán con nosotros durante años y nadie se atreve a poner fecha, siquiera, al fin de la emergencia sanitaria. Solo la vacuna o un tratamiento eficaz y fácilmente obtenible pondrán fin al problema médico.
Si los legisladores renunciaran al indefinido punto de partida, el plazo “mínimo” requerido sería idéntico al concedido por los magistrados cuando instaron a la Asamblea Legislativa a hacer las reformas necesarias para adaptar el ordenamiento jurídico a la nueva realidad de un país donde el matrimonio igualitario es reconocido como derecho humano fundamental.
Los diputados alegan no haber tenido tiempo para hacer las reformas. Estuvieron muy ocupados con la agenda enviada por el Poder Ejecutivo en los meses de sesiones extraordinarias, la tramitación de leyes urgentes para la estabilidad financiera del país y, ahora, las necesarias para enfrentar la covid-19.
En cambio, algunos legisladores sí tuvieron tiempo para presentar un proyecto de ley encaminado a negar el matrimonio igualitario y establecer, en su lugar, las uniones civiles. Una iniciativa tan evidentemente opuesta al mandato de la Sala Constitucional y a la opinión consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos no podía prosperar, pero sus autores figuran hoy entre los firmantes de la petición de prórroga. Hay, entonces, razones para dudar si la petición del nuevo plazo nace del deseo de armonizar la legislación con el matrimonio igualitario o si es un intento de última hora para impedir la entrada en vigor.
El Registro Civil, en cumplimiento de la orden de la Sala Constitucional, comenzará a inscribir matrimonios entre personas del mismo sexo el 26 de mayo. Faltan menos de dos semanas, y eso hace dudar, también, si estamos delante de una mera postura con propósitos de política electoral, antes de que ocurra lo inevitable.
La propia Sala Constitucional, es justo decirlo, abrió las puertas a una petición como la planteada. El fallo de los magistrados admite el carácter vinculante de la opinión consultiva y la obligación del Estado de reconocer el matrimonio igualitario como un derecho humano fundamental. Acto seguido, fijó un plazo de 18 meses para ponerlo a regir.
Los derechos humanos pertenecen al individuo, son parte consustancial de la dignidad humana y el Estado debe respetarlos y hacerlos respetar. La idea de poner plazo a su entrada en vigor contradice la naturaleza misma de esos derechos. No obstante, así resolvió la Sala.
Una nueva prórroga, sujeta a duración incierta y justificada por falta de tiempo para facilitar la armonización del ordenamiento jurídico con un derecho humano fundamental, dejaría al país en condición precaria ante el sistema interamericano de protección de los derechos humanos. Una demanda en la jurisdicción internacional, con la sentencia de la Sala Constitucional como prueba y el antecedente de la opinión consultiva todavía fresco, sería imbatible, con grave riesgo económico y moral para una nación respetuosa del ordenamiento jurídico y los derechos humanos.
El país no puede pasarse la vida debatiendo sobre el matrimonio igualitario, y las resoluciones judiciales deben prevalecer, sobre todo las emanadas de tan alta autoridad. Así lo entendió el presidente de la Asamblea Legislativa, Eduardo Cruickshank, cuando explicó su negativa a respaldar el proyecto de ley sobre uniones civiles, no obstante la clara oposición de su partido al matrimonio entre personas del mismo sexo. El Congreso no debería tener tiempo para frivolidades.