Editorial: Empleo público y privado

En el sector público, los privilegios no dependen de los estudios cursados. Un oficial de tránsito o un jardinero ganan mucho más por ser empleados universitarios.

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A una profesora universitaria se le ocurrió justificar los ruinosos regímenes salariales del sector público y, en particular, los de la educación superior, por los estudios cursados en uno y otro caso. El argumento es tan absurdo que apenas merecería comentario. Sin embargo, dice mucho sobre la autoestima de la aristocracia burocrática y, por tanto, ayuda a explicar por qué los privilegiados exigen cada día más, sin preocuparse por el origen de los fondos y el impacto del gasto sobre la sociedad entera, comenzando por los más necesitados.

Según la profesora, “los trabajadores privados son gente que no ha estudiado y está dispuesta a trabajar por salarios mínimos”. La mayor parte del profesorado, no cabe duda, diferiría de semejante sinsentido. Toda experiencia práctica fuera de la torre de marfil universitaria lo desmiente sin remedio, pero muchos docentes se comportan como si fuera cierto, es decir, como si su función los hiciera acreedores de ventajas muy superiores a las del común de los ciudadanos.

¿Cómo explicar, si no, que la Universidad Nacional, llena de especialistas en todos los campos, incluidas las ciencias económicas, insista en exigir recursos para financiar remuneraciones capaces de absorber la totalidad de las transferencias del Fondo Especial para la Educación Superior (FEES) a la vuelta de ocho años? ¿Cómo entender la falta de atención a los reclamos de los alumnos preocupados por ese despropósito?

Para despejar la confusión de la profesora, es necesario señalar la existencia de un sector público mayoritario en el cual los salarios y beneficios no alcanzan las sumas exorbitantes de las instituciones autónomas. Es el Gobierno Central, y allí las remuneraciones más bien han sufrido limitaciones a lo largo de años debido a los beneficios de la injusta “ley de enganche médico”, que no permite aumentar salarios en el sector sin hacer el mismo incremento a los profesionales de la salud. Cuando la administración Arias elevó el nivel salarial de esos servidores sin medir el impacto de la “ley de enganche”, las finanzas de la Caja Costarricense de Seguro Social se vieron comprometidas.

Por otra parte, en el sector público más favorecido —morada de las universidades—, los beneficios de privilegio no dependen de los estudios cursados. Un oficial de tránsito o un jardinero ganan mucho más por ser empleados universitarios. Al mismo tiempo, un profesional con idénticos méritos académicos a menudo gana menos en el Gobierno Central o en la empresa privada y, entre los docentes, el peso de las anualidades suele ser mayor que el de un doctorado.

En la empresa privada, claro está, muchos reciben sueldos por encima del mínimo y quienes ganan menos están, por definición, en la informalidad. No todos se encuentran ahí por descarado incumplimiento de la ley. La mayoría de ellos ni siquiera laboran para empresas establecidas y se ven obligados a ganarse la vida según se presente la oportunidad. Solo en ese sentido están “dispuestos” a percibir ingresos por debajo del mínimo.

Esa “disposición” es producto del desempleo y la falta de dinamismo de la economía, en buena medida consecuencia del desequilibrio fiscal, uno de cuyos componentes es el gasto excesivo. El sector privado es la principal fuente de financiamiento de esas erogaciones. En este, profesionales, técnicos y otros trabajadores producen lo necesario para pagarle a la profesora del cuento. Eso debería bastar para expresarse con más cuidado, pero la pregunta fundamental es si la educadora forma a sus estudiantes para hacer de ellos profesores universitarios o si el propósito es darles el conocimiento necesario para integrarse con éxito en el sector privado y la producción nacional.