Editorial: El precario futuro de Bolivia

Tras el vacío de poder, llenado precariamente, se impone una clara apuesta por la democracia.

Este artículo es exclusivo para suscriptores (3)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Ingrese a su cuenta para continuar disfrutando de nuestro contenido


Este artículo es exclusivo para suscriptores (2)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Este artículo es exclusivo para suscriptores (1)

Suscríbase para disfrutar de forma ilimitada de contenido exclusivo y confiable.

Subscribe

Bolivia se ha precipitado en una profunda crisis política, institucional y de seguridad pública, que pone en severo riesgo su democracia, estabilidad y cohesión social. Sus implicaciones, inevitablemente, trascienden lo nacional y se proyectan al resto del hemisferio.

Los procedimientos democráticos, la integridad de las instituciones y el respeto de los adversarios, indispensables para la convivencia y el bienestar, ya habían sido sistemáticamente erosionados por el hoy expresidente Evo Morales. También fue él quien les dio un golpe demoledor con el fraude electoral —documentado por una auditoría de la Organización de los Estados Americanos (OEA)— que perpetró para mantenerse ilegítimamente en el poder, mediante una artimaña en el conteo de votos a la cual se prestó el órgano electoral.

Durante los primeros días de protestas, que siguieron a la manipulación de las elecciones del 20 de octubre, habría sido posible que Morales o las autoridades electorales dominadas por él reconocieran el fraude, o como hubieran querido llamarlo, y abrieran la ruta para una segunda vuelta, en la cual Evo se habría enfrentado a Carlos Mesa, un político opositor moderado. Pero el mandatario se aferró a los falsos resultados, con total desdén por las consecuencias. Como era predecible, las protestas se volvieron cada día más violentas y movimientos ciudadanos con agendas un tanto turbias se encargaron de radicalizarlas, al punto de exigirle la renuncia.

Cuando, en lo que ya parecía una insurrección, las Fuerzas Armadas le retiraron el apoyo que por tantos años le habían dado y le pidieron dejar el poder, Morales decidió orquestar su salida para generar más caos. Al renunciar él, el vicepresidente y los presidentes de las dos cámaras legislativas, se cortó la cadena de sucesión y quedó un peligroso vacío de poder. Este, finalmente, fue llenado por la opositora Jeanine Áñez, segunda vicepresidenta del Senado, por medio de un procedimiento de dudosa fuerza constitucional, pero que, sin embargo, era el único posible: como el partido Movimiento al Socialismo (MAS), de Morales, se ausentó de la sesión parlamentaria y evitó que hubiera cuórum, no se produjo un voto formal para designar a Áñez. En su lugar, una interpretación judicial consideró que, en vista del vacío, la sucesión ipso facto era la única opción.

¿Implica lo anterior un golpe de Estado y, de ser así, quiénes lo perpetraron? Es difícil responder directamente esta pregunta, pero dos cosas sí están claras: la primera, que quienes desataron la crisis, con evidente desdén por la Constitución, fueron Evo Morales y sus partidarios; la segunda, que quienes más han usufructuado hasta ahora de ella son movimientos no partidistas, pero con visos de autoritarismo y mesianismo, que probablemente quieren utilizar la difícil coyuntura para imponerse. Entretanto, Morales, exiliado en México, se ha ofrecido como una suerte de “salvador” capaz de interceder para frenar el caos, algo absurdo e inaceptable, dada su responsabilidad como principal generador del desorden.

Áñez, ya presidenta interina, ha dicho que su prioridad será restablecer la paz y convocar elecciones presidenciales. Aún no está claro, sin embargo, cuándo serían, quiénes podrían participar, cuáles mecanismos se utilizarían para garantizar su absoluta honestidad y si Áñez y sus aliados pretenderán que también haya elecciones legislativas. Tampoco es posible determinar si el MAS decidiría presentar candidatos, lo cual podría ser un factor de estabilidad y representación muy significativo, o si se abstendrá de hacerlo para ahondar las enormes fracturas políticas, regionales, sociales y étnicas agudizadas en los últimos días.

Estamos, sin duda, frente a una situación de muchísimo riesgo. Lo mínimo es evitar que derive en el control militar del poder o en una oleada de populismo extremista, que utilice el proceso electoral para gobernar de forma autoritaria. La gran incógnita es si, entre tanta polarización, la sensatez política logrará imponerse. Nada lo garantiza.