Los paquetes de frijoles comercializados por el Consejo Nacional de Producción (CNP) se distinguían por el sello “100% producto de Costa Rica”. Contenían, según la leyenda, parte de la cosecha de unos 5.000 productores de las “zonas más pobres del país”. Un estudio de la Universidad Nacional lo puso en duda con razones contundentes y el CNP acaba de darle la razón, al menos de forma implícita.
El 15 de diciembre la Junta Directiva del CNP ordenó eliminar el sello. Con la desaparición del distintivo también concluye el cuento. La compra de frijoles en el extranjero se hará sin disimulo. Los precios del mercado internacional no beneficiarán al erario. Hasta ahora no lo han hecho y el Programa de Abastecimiento Institucional (PAI) del CNP más bien cobra sobreprecios a las instituciones obligadas a comprar por su medio.
La conjunción de precios bajos en el extranjero con los sobreprecios cobrados a las instituciones estatales victimizadas redondea un estupendo negocio. No obstante, conviene agradecer a la Junta Directiva la transparencia impuesta por su decisión. Las bolsas no dirán el origen del producto, pero dejarán de declararlo 100% costarricense.
Es un avance trascendental. Confirma los beneficios concedidos a un puñado de grandes proveedores y las pérdidas forzadas de las instituciones, el erario y las personas beneficiadas por los programas de asistencia y abastecimiento en escuelas, colegios, CEN-Cinái, hospitales y cárceles, además de la Fuerza Pública.
El nuevo compromiso con la transparencia va más allá del sello y releva a los proveedores de probar que el grano es cosecha de pequeños y medianos productores costarricenses. Eso sí, la transparencia no alcanza para contestar las preguntas de la prensa. El CNP opta siempre por el silencio.
Para explicar la eliminación del sello, solo se cuenta con el acta, que consigna una retahíla de razones. La última es, sin duda, la más importante y llamativa: “…adicionalmente, algunos suplidores también se han industrializado y ahora importan frijol”.
Eso dijo la Universidad Nacional a mediados del año pasado, luego de una labor detectivesca y deductiva: “El CNP reporta que la cosecha nacional fue de 72.000 quintales y, según el propio reporte, ellos compran aproximadamente el 50% de la cosecha a las asociaciones, lo que equivale a 36.000 quintales. Entonces, el CNP estaría comprando alrededor de 76.000 quintales adicionales (63%) a las asociaciones que no son frijoles de origen nacional”, explicó en su momento Leiner Vargas, catedrático del Centro Internacional de Política Económica para el Desarrollo Sostenible (Cinpe), de la Universidad Nacional.
La Directiva tardó seis meses en reconocerlo, aunque no del todo, porque el acta apenas se refiere a la anomalía como una posibilidad: “Estamos expuestos como institución a que se esté comercializando frijol importado con sello de trazabilidad y origen, induciendo al cliente final a comprar un producto importado con un sello de origen costarricense, y no se cuenta con recurso humano para dar el seguimiento correspondiente a la trazabilidad de toda la cosecha”.
Los seis meses de tardanza preocupan menos que el silencio de la institución mientras los investigadores de la UNA no habían demostrado la inconsistencia. Los datos utilizados por los investigadores siempre estuvieron en manos del CNP. Preguntar por qué no causaron la menor inquietud es, a estas alturas, prácticamente ocioso. Mejor pedirle al Consejo que explique por qué ha permitido la venta de frijoles por el doble del precio pagado al productor cuando pudo haber sido importado por mucho menos.
También conviene saber si la falta de personal alegada para justificar la imposibilidad de dar trazabilidad a los frijoles vale para otros productos. Los huevos, por ejemplo, se venden con un sobreprecio inexplicable. Las instituciones victimizadas por el CNP pagan ¢1.950 por 15 huevos cuyo peso no llega a un kilo, pero el kilo cuesta ¢700 en los supermercados. Con márgenes tan generosos, un proveedor podría comprarlos en cualquier parte y obtener, siempre, una buena ganancia.
Lástima que los diputados desaprovecharan la oportunidad de proteger al erario y a los beneficiarios de los programas estatales de alimentación, y prefirieran mantener el statu quo, pero el cuento se está acabando.