Cada vez hay más indicios de una acción bélica rusa contra su incómoda vecina —por democrática y férreamente independiente— Ucrania. Así lo han hecho ver distintos organismos de inteligencia occidentales, en particular de Estados Unidos y el Reino Unido. El riesgo de guerra es inminente y su posible naturaleza es aún desconocida, porque puede ir desde incursiones puntuales por tierra, ataques aéreos a blancos clave o una invasión de grandes proporciones. Pero cualquiera que sea la modalidad, sus consecuencias serán enormes. Podríamos estar a las puertas del conflicto armado más serio en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial o, si no, desde la guerra de los Balcanes, en la década de los noventa.
Las señales son numerosas, cada día más inquietantes y de mayor magnitud. Rusia ha incrementado el despliegue de contingentes militares en múltiples puntos a lo largo de su frontera ucraniana. El jueves comenzó una serie de ejercicios bélicos, los mayores fuera de su territorio desde el colapso de la Unión Soviética, con fuerzas de Bielorrusia, Estado bajo su tutela, cuya línea divisoria al noroeste de Ucrania está a pocos kilómetros de Kiev, la capital. Las fuerzas separatistas armadas y controladas por Moscú en dos provincias al este de Ucrania, en la región del Dombás, han arreciado sus acciones en los últimos días. Las maniobras navales en el mar Negro, alrededor de Crimea (anexada en el 2014), se han multiplicado. Y la fuerza aérea se mantiene en estado de alerta.
El cerco es total. Todo está listo para que, si el autócrata Vladímir Putin lo decide, comiencen las hostilidades. “Continuamos observando signos de una escalada rusa, incluido el arribo de nuevas fuerzas a la frontera ucraniana”, declaró el viernes Jack Sullivan, consejero de seguridad nacional del presidente Joe Biden. Antony Blinken, su secretario de Estado, declaró en Australia, durante una visita a varios países del Pacífico, que “la invasión podría comenzar en cualquier momento”, e informaciones de inteligencia señalan como una posible fecha el próximo miércoles.
También, el viernes, el gobierno británico instó a sus ciudadanos a abandonar Ucrania y anunció la reducción de personal en su embajada. Similares instancias han formulado Japón, los Países Bajos y Letonia a los suyos. El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, ordenó incrementar los preparativos militares y comenzar un esfuerzo para que fuerzas civiles organizadas para la defensa territorial sean puestas bajo el comando militar.
Todo lo anterior ocurre luego de que, a lo largo de la semana, una gran cantidad de iniciativas diplomáticas, entre ellas la visita del presidente francés, Emmanuel Macron, a Moscú y Kiev, no rindieran mayores frutos. El camino de la diplomacia aún se mantiene abierto, y no puede descartarse totalmente que estemos ante una intensa guerra de nervios, orquestada por Putin para obtener concesiones. Pero, aunque así fuera, el gran problema es que una escalada del tipo desarrollado durante los últimos días va mucho más allá de los amagos, puede tomar vida propia y, además, facilitar que errores de cálculos desaten una pavorosa confrontación.
Hasta ahora, los aliados occidentales, mediante la coordinación directa entre sus gobernantes, y también en el seno de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), han mostrado gran unidad y actuado coordinadamente. Es necesario mantener esta línea, con firmeza, aunque sin descartar la prudencia. Y también es necesario estar preparados para lo peor, porque todo conflicto militar, una vez que comienza, es muy difícil controlarlo; asimismo, generará enormes disrupciones económicas, potenciadas por el casi inevitable uso como palanca de presión, por parte de Rusia, de su condición como principal suplidor de gas en Europa.
Hay razones de sobra para el pesimismo y, cada vez más, para la alarma. No solo están a prueba la valentía, el tesón, la habilidad, la solidaridad, la capacidad de acción y la resistencia de los ucranianos; también, la del resto del mundo democrático.