Editorial: El asesinato como arma de Putin

El envenenamiento de un conspicuo político opositor apunta directamente hacia el autócrata ruso. Es un patrón seguido contra otros adversarios, que debe conducir a sanciones por parte de Occidente.

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Cualquier duda que existiera se ha disipado y, con la verdad sobre el hecho, todas las sospechas por el intento de asesinato contra el destacado opositor ruso Alexéi Navalni apuntan, con sobradas razones, hacia el régimen de Vladimir Putin. La canciller alemana, Angela Merkel, basada en informes de médicos tratantes, confirmó que el destacado dirigente fue envenenado con novichok, un potente agente neurotóxico, al que solo los servicios militares y de seguridad rusos tienen acceso.

Moscú niega toda autoría y, como es su costumbre, lanzó una serie de versiones fantasiosas para enturbiar la realidad; estas van desde negar que haya habido envenenamiento hasta responsabilizar a los servicios de inteligencia occidentales. Nada nuevo en su repertorio de falsedades, como también nada convincentes.

No importan los artilugios que construya para enturbiar los hechos, la evidencia que apunta hacia Rusia es tan contundente y los antecedentes de acciones similares tan abrumadores que solo una investigación profunda e independiente podría exonerar a Putin y sus secuaces de la responsabilidad por el intento de asesinato. Pero esto no ocurrirá, como tampoco sucedió antes. Un régimen que convirtió los asesinatos selectivos en estrategia para quitar del camino a connotados adversarios no va a renunciar a él.

Navalni, de 44 años, ha sido particularmente desafiante y peligroso para los incontenibles ímpetus autocráticos de Putin. Pocos, como él, han planteado denuncias tan fundamentadas sobre las arbitrariedades y corrupción que envuelven sus círculos de poder; ninguno ha movilizado multitudes tan sólidas para protestar por ellas ni ha planteado desafíos electorales tan serios, que el Kremlin ha neutralizado mediante controles, manipulaciones, desautorizaciones y persecuciones. Ahora se añade el envenenamiento.

El momento actual es sumamente delicado para Putin. Desde hace dos meses, decenas de miles de personas se han lanzado a las calles en la ciudad de Jabarovsk, al oriente del país, para protestar por la destitución y el arresto del gobernador de la provincia, quien fue transferido a una cárcel de Moscú. En Bielorrusia, el dictador Alexandr Lukashenko enfrenta una ola de repudio popular persistente e inusitado, tras un nuevo fraude electoral, que esta vez colmó la paciencia de la población: es un “ejemplo” que su aliado ruso teme. La reciente reforma constitucional a su medida, para permitirle estar en el poder hasta el 2036, ha generado enorme rechazo. Y la situación económica, agravada por la covid-19, ha afectado seriamente el nivel de vida de la población.

En este contexto, el carismático y eficaz líder estaba concentrado en impulsar candidatos opositores a las elecciones regionales que se celebran este domingo, 13 de setiembre, a las que seguirán las parlamentarias, el próximo año. Y, ante los riesgos de grandes retrocesos del oficialismo, todo indica que su “lógica” perversa, heredada de los tiempos totalitarios y zaristas, condujo al intento de asesinato. Navalni convalece en un hospital de Berlín, adonde fue trasladado en un avión alemán desde Omsk, en Siberia, el 22 de agosto. Es muy posible que sobreviva, pero con serias secuelas.

Aunque es el primer político de renombre envenenado, otros tipos de opositores han corrido la misma o peor suerte. En el 2004, la periodista independiente Anna Politkóvskaya perdió el conocimiento, también en un vuelo interno, tras ingerir un té envenenado, como Navalni; sobrevivió, pero fue asesinada por un pistolero dos años después. En el 2006, el exespía Aleksandr Litvinenko murió después de ser envenenado en Londres, donde estaba exiliado. Las autoridades británicas identificaron como sus asesinos a dos agentes de la seguridad rusa.

En noviembre del 2018, otro exespía, Serguéi Skripal, y su hija Yulia, residentes en la ciudad de Salisbury, en el Reino Unido, fueron víctimas de la misma neurotoxina ingerida por Navalni; lograron salvarse, y de nuevo las autoridades trazaron la autoría a dos agentes rusos. Y en marzo del mismo año, Piotr Verzilov, vocero del grupo de rock contestatario Pussy Riots, fue envenenado en Moscú y también pudo sobrevivir.

Tan perverso patrón, sumado a las autorías demostradas en varios de los sonados casos, así como a los fuertes indicios sobre el actual, de nuevo señalan directamente a Moscú. Ante evidencias tan contundentes, es necesaria una reacción enérgica de Occidente, la cual debería contemplar, por lo menos, nuevas medidas económicas y financieras contra el régimen ruso y sus más conspicuos mandos, sancionados desde la anexión de Crimea en el 2014. Esto no detendrá a Putin y sus secuaces, pero quizá atempere sus ímpetus y envíe un mensaje de solidaridad a los millones de rusos que desean avances realmente democráticos en su país. Lo merecen.