Es probable que este año supere la tasa de homicidios del 2017 y lo desplace como el más violento de la historia, según estimaciones del exministro de Seguridad Pública Michael Soto, basadas en este tipo de muertes registradas hasta ahora. El cálculo no es difícil de hacer. Al ritmo actual, el año cerraría con entre 615 y 620 homicidios para una tasa del 12,3 o 12,4 por cada 100.000 habitantes, superior a la de 12,1 del 2017.
La tasa de 11 por cada 100.000 habitantes de los últimos años tampoco es para respirar tranquilos, sobre todo cuando la estadística se compone de cifras mucho peores en algunas zonas del país, como el Atlántico, donde la tasa es de 32,7 por cada 100.000 habitantes, el triple de la nacional. Otro tanto puede decirse de Puntarenas (20,8 por cada 100.000).
El dato impone la urgente obligación de recuperar las costas para rescatarlas de índices de violencia similares a los de otros países de la región reconocidos por la inseguridad. Vivir en Limón es más inseguro que hacerlo en México, aunque en ese país también hay estados que elevan las estadísticas, principalmente los más azotados por el narcotráfico.
Lo mismo sucede en Costa Rica, a otra escala. La relación entre narcotráfico y homicidios está clara, tanto que, según el exministro y ahora jefe de Planes y Operaciones del Organismo de Investigación Judicial (OIJ), el paralelismo entre los decomisos de droga y la violencia es estrecho. Cuanta más actividad del narcotráfico, mayor cantidad de decomisos y violencia habrá producto de disputas por territorios y ajustes de cuentas.
Esa relación también determina las características de las víctimas y los victimarios. En el narcotráfico local, participan mayoritariamente hombres jóvenes. Esta es la descripción más frecuente de las víctimas de homicidios y también de quienes cometen los crímenes. Cuatro de cada diez asesinados están entre los 18 y los 30 años, según los análisis divulgados por la Universidad Hispanoamericana.
Por lo general, dice el exministro, se trata de jóvenes con un nivel educativo de colegio o menos, procedentes de zonas urbano-marginales. Las organizaciones criminales les encargan funciones de mayor riesgo, como el transporte de la droga, las amenazas y la protección de territorios.
Las causas, las localidades y los individuos más propensos a sufrir y cometer homicidios son conocidos, pero la lucha contra el fenómeno depende de muchos factores no controlados por la Policía, dice Soto para enfatizar la necesidad de “bastantes recursos económicos que el país justamente no tiene”.
Es un mensaje de resignación y desesperanza si, en efecto, no hubiera forma de invertir lo necesario para frenar la violencia. Si la inversión social, incluidos los recursos destinados a la educación y la salud, se manejara de forma óptima y estuviera dirigida a los sectores donde la necesidad es mayor, habría base para declarar la insolvencia frente a la criminalidad. Pero hay recursos desperdiciados y otros mal dirigidos.
Las barriadas más deprimidas de Limón y Puntarenas, para comenzar por lo más urgente, no son tan extensas para tornar prohibitivo el diseño y ejecución de los programas asistenciales, formativos y recreativos requeridos para comenzar a disputarle la juventud al narcotráfico. En el esfuerzo, las autoridades encontrarán colaboración de gran cantidad de vecinos preocupados por el futuro de hijos y nietos. Con inversiones relativamente modestas, también es posible lograr un impacto sobre la calidad de vida de las comunidades. La acción policial, tan intensa como sea necesario, solo tendrá éxito si se le concibe como un acompañamiento del programa social. No hay salidas meramente represivas y tampoco es posible cruzarnos de brazos.