El triunfo de Luis Inácio “Lula” da Silva en la segunda ronda presidencial de Brasil, el domingo pasado, genera un gran alivio democrático, pero para nada borra justificadas inquietudes sobre el futuro de ese gran país. Algunas están relacionadas con el entorno que vive; otras, con las tendencias del candidato triunfador.
El alivio se asienta en el apego del expresidente izquierdista a la institucionalidad, su respeto por las normas básicas de la democracia, su capacidad para buscar acuerdos y la apertura que demostró durante la campaña hacia figuras políticas de otras tendencias políticas. Por ejemplo, su compañero de fórmula, Geraldo Alckmin, exgobernador del estado de Sao Paulo, es un político de centroizquierda que se enfrentó con Lula en las elecciones del 2006.
Además, es destacable su compromiso con la integridad de la Amazonía, ese gran “pulmón universal” que durante los últimos cuatro años ha sido sometida a una extrema depredación.
Una eventual continuidad de Jair Bolsonaro, en cambio, habría acelerado, quizá hasta un extremo terminal, el deterioro ya patente en las prácticas y valores fundamentales para la integridad institucional, la convivencia, el bienestar y la libertad de los ciudadanos. El ejemplo más reciente de su prepotencia, falta de decencia cívica y estirpe autocrática, fue el tiempo que tardó en referirse al resultado, y en la ambigüedad ante su derrota: no la ha aceptado, aunque tampoco negado.
Las inquietudes que se abren a partir de ahora son muchas. Ante ellas, Lula, quien apenas superó a su contendor por 1,8 puntos porcentuales (50,9% a 49,1%), deberá desplegar un alto grado de capacidad política, prudencia, afán de unidad y sensatez en sus objetivos, iniciativas y métodos.
El reto inmediato es qué hará Bolsonaro de aquí al próximo 1.° de enero, cuando deberá dejar la Presidencia, y cómo reaccionar a sus eventuales provocaciones, incluso la incitación a la violencia entre sus seguidores extremos. Es algo con lo que deberán lidiar, esencialmente, las autoridades actuales, pero también el presidente electo y sus partidarios.
La tensión que se ha vivido en estas semanas, y que aún se mantiene, así como la polarización de la campaña, plagada de desinformación, crispación, intolerancia y mensajes de odio, es reflejo de un desafío mucho mayor. Nos referimos a la extrema fractura que existe en la sociedad brasileña, y que Bolsonaro hizo todo lo posible por acrecentar.
LEA MÁS: ¿Qué le espera a Brasil con un nuevo gobierno de Lula?
Cómo acortar diferencias que van mucho más allá de opciones ideológicas, preferencias sobre políticas públicas, desigualdad o marginalidad socioeconómica, y que tocan el sentido mismo de las identidades, la actitud hacia los adversarios y la concepción de la democracia liberal, deberá estar en el eje de la gestión de Lula. A la vez, trasciende sus labores, porque toca el conjunto de los actores políticos, sociales, económicos, académicos, religiosos, gremiales y comunales, así como a cada persona en su individualidad.
Si no se restañan, aunque sea parcialmente, estas heridas, serán mínimas la posibilidad de reconstruir un sentido de unidad nacional y mejorar las condiciones de vida de la población. Pero en esto también jugará un papel central la gestión económica de Lula, de la que dependerán el crecimiento de la productividad y competitividad, la capacidad de inversiones, y la posibilidad de generar recursos suficientes para combatir el incremento y la profundidad de la pobreza, brindar mejores servicios y generar bienestar.
Hasta ahora, aunque ha moderado su discurso, Lula mantiene un apego excesivo al papel del Estado como elemento absolutamente determinante de la economía, y recela del sector privado, que en Brasil es particularmente dinámico y creativo, mientras el Estado es dispendioso y poco eficiente. Además, sus tendencias proteccionistas no son un secreto, y el uso que en el pasado hizo de empresas estatales para pagar prebendas genera justificadas inquietudes. Lo mismo ocurra por los casos de corrupción en que se vio envuelto, que lo llevaron a la cárcel por dos años.
Que, a pesar de estos antecedentes, haya triunfado, es reflejo, sin duda, de su energía, empatía y el éxito en la lucha contra la pobreza en sus dos presidencias anteriores, entre enero del 2003 y diciembre del 2010. También lo es, sin embargo, del justificado rechazo que generó Bolsonaro y de que la mayoría de los electores brasileños entendieran que en estas elecciones estaba en juego la democracia de su país.
Lula deberá gobernar con un Congreso en el que estará lejos de ser mayoría, y con solo 11 de las 27 gobernaciones dirigidas por sus partidarios. Los bolsonaristas constituyen la principal bancada en la Cámara de Representantes, y el péndulo de los diputados se ha movido hacia diversos matices de centro e izquierda. Cómo navegar en esas aguas será otro enorme reto, y ojalá conduzca a moderación y sensatez desde todos los sectores políticos.
Por el momento, es posible decir que, salvo alguna maniobra desesperada de Bolsonaro para no entregar el poder (algo improbable), la democracia brasileña está a salvo. Es motivo para celebrar, pero no basta. Las expectativas son muchas y las condiciones socioeconómicas difíciles. Lula y los brasileños superaron una extrema prueba electoral; la de gobernar bien y restañar tantas heridas aún está pendiente. Y solo puede calificarse de monumental.