Cuando se le preguntó por los frutos de la comisión legislativa nombrada para investigar la penetración del narcotráfico en las instituciones nacionales, el diputado Otto Roberto Vargas, del Partido Republicano Social Cristiano (PRSC), respondió con ejemplar sinceridad: «No llegamos a investigar ningún problema de fondo».
La comisión «nunca cumplió su cometido... Todos aprovecharon la oportunidad para denigrar a su adversario y llevar agua para su molino. Ciertamente no era una sala de juicio, ni nosotros jueces de la República, ni teníamos la posibilidad de condenar a nadie. Podíamos hacer una recomendación de tipo político. Pudimos haber hecho más», lamentó.
La comisión creada el 15 de abril solo sirvió para navegar un par de escándalos. El 28 de setiembre, por abrumadora mayoría de seis votos a favor y uno en contra, la investigación concluyó, y en la actualidad sus encargados redactan un informe cuyo valor queda claro en las declaraciones de Vargas. La intención es someterlo a votación el 30 de noviembre, cinco meses antes del plazo para hacerlo.
Las verdaderas comisiones investigadoras del narcotráfico en el Congreso necesitaron prórrogas, y si hablamos de ellas en plural es porque una no fue suficiente. El fenómeno es de capital importancia y extremadamente complejo. El rápido resultado de la actual comisión demuestra, por sí mismo, la falta de seriedad de la investigación y presagia la oquedad del informe. Para honrar los méritos de esfuerzos anteriores, sería mejor no votarlo.
Cerrada la investigación legislativa y pendiente el informe, estalló el caso Azteca, con funcionarios de Acueductos y Alcantarillados ligados a una red dedicada al tráfico de drogas que, según la policía, blanqueaba sus ganancias mediante licitaciones de obras promovidas por la institución. El caso involucra a un empleado bancario, un político en cuya victoria participó la organización y un aspirante a diputado que llama «jefe» al líder del grupo detenido.
La comisión nació a partir del caso Darwin, con múltiples indicios de nexos entre los sospechosos de narcotráfico y el gobierno local. Las detenciones incluyeron, en el primer momento, al presidente del concejo municipal de Corredores. Poco después, a finales de mayo, salió a la luz el caso Turesky, con más de 30 visitas de los investigados a la Asamblea Legislativa, 13 de ellas al diputado Óscar Cascante, del Partido Unidad Social Cristiana (PUSC), quien les sirvió de puente para varios contactos a lo largo y ancho del Estado costarricense, incluidos el Banco Hipotecario de la Vivienda (Banhvi), el Banco Popular, el Instituto Nacional de Vivienda y Urbanismo (INVU), el Instituto Costarricense de Turismo (ICT), la Municipalidad de Limón y la presidencia de la República.
La comisión dejó al país estupefacto cuando prosperó una moción de Floria Segreda, de Restauración Nacional, para renunciar a la comparecencia de dos de los principales involucrados. En ningún momento fue más claro el propósito de la comisión de no cumplir su misión a cabalidad.
Con frecuencia, las comisiones legislativas carecen de toda seriedad. Se crean para aumentar la bulla de un hecho mientras se le saca provecho político o, también, para diluir sus repercusiones con la promesa de esclarecimiento futuro. Pasados unos meses, todo rastro de la comisión desaparece del debate público y, quizá, algún día, los integrantes rinden un informe anodino. Esas prácticas deben ser erradicadas por el desprestigio causado al Primer Poder de la República y a su función de control político, pero, en lo concerniente al narcotráfico, la responsabilidad es aún más grave, porque en juego está la seguridad nacional.