El 26,5% de los ¢581.500 millones dedicados a combatir la pobreza en el 2021 fueron a parar en manos de casi 200.000 personas que no pueden ser calificadas como pobres o vulnerables. Son unos ¢154.000 millones «fugados» de los 42 programas establecidos para canalizar la ayuda estatal a los menos favorecidos. Mientras tanto, medio millón de ciudadanos sumidos en la pobreza no lograron ningún apoyo.
Los datos, provenientes del Instituto Mixto de Ayuda Social (IMAS) y el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC), aunque trágicos, no son sorprendentes. El año pasado, el 23% de la población (1,3 millones de 5,1 millones) vivía en la pobreza. Si los recursos fugados hubieran llegado a su destino, la completa desprotección habría afectado a unas 300.000 personas.
Si además de las fugas se lograra mejorar la eficiencia de los programas, eliminar duplicidades y reducir las complejidades burocráticas, la cobertura sería mucho mayor. Las propuestas de fundir instituciones e iniciativas del sector social para reducir el número de programas dispersos apenas prosperan, pero son recurrentes desde hace años. Esa insistencia, en sí misma, es prueba de la necesidad de un cambio.
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Si la eficiencia del gasto social comprendiera otros rubros, además de la ayuda directa brindada por los programas asistenciales, el país bien podría atender el problema de la pobreza. Un alto porcentaje del gasto social no va a para a los «colados» en la repartición de asistencia, sino a grupos abiertamente beneficiados, como los receptores de pensiones de lujo y becas para estudios universitarios concedidas a jóvenes con los recursos necesarios para, por lo menos, ayudar a costear su formación.
Ese gasto social regresivo redistribuye riqueza abierta y deliberadamente entre quienes menos la necesitan, por lo general, grupos organizados con capacidad de hacerse escuchar, a diferencia de quienes viven sumidos en la pobreza. En conjunto, las fugas, ineficiencias y mal direccionamiento de los recursos invertidos en el sector social explican la limitada eficacia de la importante inversión nacional en este campo.
No obstante, hay avances significativos en la administración del gasto. Uno de ellos es el Sistema Nacional de Información y Registro Único de Beneficiarios del Estado (Sinirube), adscrito al IMAS, donde se reúne la información socioeconómica del 86% de la población. Esa herramienta tiene enorme potencial para mejorar la precisión de la ayuda y permite, como en el caso de comentario, identificar las fugas.
Juan Luis Bermúdez, jerarca del IMAS, señala la existencia de un «sesgo de inclusión», es decir, la incorporación al sistema de personas cuya condición socioeconómica real no calza en los parámetros de pobreza, pero la información incorporada a los registros administrativos apunta en la dirección contraria. El fenómeno de la pobreza es muy dinámico y los registros no pueden llevar el paso de los cambios de condición socioeconómica con completa precisión.
Pese a esas limitaciones, Sinirube es un instrumento fundamental para perfeccionar la asignación del gasto social. La inversión en el sistema ha venido aumentando y, según las estimaciones de los encargados, el retorno ha sido casi inmediato. La focalización de la ayuda a personas sumidas en la pobreza aumentó nueve puntos porcentuales desde el inicio del registro. Hay mucho espacio para mejorar, pero los datos acreditan la irresponsabilidad de demonizar el manejo científico de la información para orientar políticas públicas, no solo en la lucha contra la pobreza, sino en todos los campos.